LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

ALEGORÍA DE LA PRIMAVERA (Víctor Botas)




Habría que mirarte con unos ojos ciegos
para huir del asombro sin caer en la cuenta
de cómo Botticelli acertó a retratarte
con quinientos y pico años de antelación.
Profético pincel el de este paniaguado
singular de los Médicis; profético y sin duda
muy preciso: porque mira que dar
de lleno hasta en la forma de moverte,
hasta en aquel detalle de los párpados,
hasta en la perversión de tu sonrisa...
También supo adornarte: estoy seguro
de que a ti te irían bien esas antiguas
guirnaldas de mil flores en el pelo.


Del poemario "Historia antigua" Editorial Pamiela, Pamplona
Cuadro: "Alegoría de la primavera" de Sandro Botticelli


Dicen que, para los griegos, la belleza fue la ley suprema de las artes plásticas, su objetivo único y último; que reproducir la fealdad, a diferencia de lo que ocurre en nuestra triste época, no les interesaba. Supongo que fue así. El poeta griego Pisón, dirigiéndose a un hombre extraordinariamente feo, le escribió en uno de sus epigramas:

¿Quién querrá pintarte, si nadie quiere verte?

En los juegos olímpicos, por ejemplo, los vencedores recibían una estatua, pero sólo a los que vencían por tercera vez se les concedía una estatua hecha a su propia imagen, evitando de esa manera que hubiera una exagerada profusión de retratos, con el resultado de una belleza finalmente mediocre.

Esta exaltación de lo bello seguramente obligó a los pintores griegos a tratar de alcanzar un extraordinario parecido con los modelos. En su "Historia natural", el autor romano Plinio nos cuenta el desafío entre dos famosos pintores griegos del siglo V a. de C., Zeuxis y Parrasio. Con tal realismo pintó Zeuxis unas uvas, que los pájaros descendieron del cielo para comérselas; y no queriendo Parrasio verse superado por su colega, pintó una cortina con tanta destreza que Zeuxis intentó en vano descorrerla para ver la pintura que pensaba encontrar debajo. A lo largo de los posteriores siglos, muchos han sido los artistas que han tratado de emular la legendaria perfección de estos dos pintores griegos. Sirvan, como ejemplo, los que a continuación presento.

















Juan de Espinosa. Naturaleza muerta con uvas, 1630












 Adriaen van der Spelt y Frans van Mieris.
Naturaleza muerta trampantojo con una corona y de flores y una cortina.


No obstante, existieron en el mundo griego artistas alejados de este ideal de búsqueda de belleza y que pintaron, por ejemplo, caricaturas (género que se centra más en los defectos que las virtudes del modelo), como Pauson, que vivió en tiempos de Aristófanes; o el pintor Pireico, mencionado por Plinio y de quien se sabe que le gustaba pintar, con una precisión de pintor holandés, temas considerados en esa época como inmundos (tiendas mugrientas, talleres sucios, asnos, hortalizas), motivo por el cual recibió el apodo de “riparógrafo”, es decir “cacapintor” o “pintor de suciedades”. Incluso el propio Aristóteles expresó la opinión, según aparece en su libro “Política”, de que no se debía enseñar a los jóvenes los cuadros de un tal Pausanias, el cual pintaba motivos obscenas, con el fin de preservar la mente de los jóvenes a salvo de todo contacto con lo feo. Pero, a pesar de estas excepciones, parece haber un acuerdo general en que el interés básico de los artistas griegos, según dicen los expertos en arte, era el de la exaltación de la belleza.


Se ha dicho y explicado en muchas ocasiones por qué, en La Ilíada, Homero se abstiene de describir a Elena: sabe que fracasaría a la hora de representar su belleza de seguir los pasos de la pintura. Este es el motivo por el que Homero tan sólo nos dice que Elena tenía los brazos blancos y una bella cabellera, sólo eso en toda La Ilíada. ¿Significa esto que la pintura está más capacitada que la poesía para transmitir ciertos temas como el de la belleza? No parece que sea así. Homero nos cuenta en otro pasaje que, cuando la muchacha se presenta en la asamblea de los ancianos, estos se dicen los unos a los otros:

Nos es extraño que troyanos y aqueos, de buenas grebas,
por una mujer tal estén padeciendo duraderos dolores.
Tremendo es su parecido con las inmortales diosas al mirarla.

Esta es, para algunos críticos, la mejor de las posibles descripciones de su belleza: el reconocimiento de que Helena valía aquella guerra que costó tanto sufrimiento.

Safo de Lesbos, por su parte, tampoco nos describe a aquel de quien se ha enamorado, el bello Faón, sino los sentimientos y las sensaciones que el joven marinero despierta en ella y la desesperación que siente al verlo con su rival:

Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras dulcemente
hablas y encantadora sonríes.
Lo que a mí el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua y de pronto un sutil fuego
me corre bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera me estremezco,
más que la hierba pálida estoy,
y apenas distante de la muerte me siento, infeliz.

En el cuadro que viene a continuación del, por otra parte, genial pintor Jacques-Louis David, aparecen Safo y Faón. Es verdad que, al parecer, Safo no era una mujer excepcionalmente agraciada y así la retrató David. Pero me cuesta creer que la décima musa de la poesía pueda mostrar el gesto de embeleso con que aparece en este lienzo por el tan excasamente agraciado Faon que retrató David. Mas acertada me parece, al menos en este caso, la poesía de Safo que esta pintura para transmitir la idea de belleza.
















Safo y Faón. Jacques-Louis David



También el poeta Anacreonte siente (igual que Safo en el poema anterior) la incapacidad de las palabras para describir la belleza, de modo que utiliza, como lo harán después otros muchos poetas que le imitan, el artificio de poner delante de él a un pintor y hacerle trabajar a la vista, mientras él va describiendo lo que hace o dirigiendo su trabajo, hasta que al final ya no ve el retrato, sino a la amada misma. Por ejemplo, para elogiar la belleza de un adolescente llamado Batilo, solicita la ayuda de un pintor y le conmina del siguiente modo:

Bajo este rostro amable
ponle un cuello adorable más blanco que el de Adonis;
hazle el pecho y las manos cual las tiene Mercurio,
las piernas como las de Pólux y el vientre como el bello Baco...
En fin, toma este Apolo para hacer de él un Batilo.

Y en el poema que le dedica a una de sus amantes, le pide al pintor lo siguiente:


En los pequeños hoyuelos
voluptuosos de su barbilla
y alabastrino cuello,
deja, Pintor, que gentiles
revolotean las gracias…
Basta, Pintor. Ya la veo.
Pronto, oh Retrato, vas a hablar.

Un recurso igual utiliza la poetisa griega Erina, que vivió comienzos del siglo IV a.de C, en un poema en el que la figura del pintor se compara con la del mítico Prometeo, el amigo y protector de los seres humanos:


De manos delicadas salió esta pintura. Mi buen Prometeo,
hay también hombres parejos a ti en el arte.
De cierto que si el pintor de esta muchacha
le añadiera voz, sería ya por entero Agatárquide.

Otro tanto podemos decir de la gran poetisa griega Noóside, que vivió hacia el año 300 a.de C y de quien, desgraciadamente, todo lo que nos ha llegado no es más que una docena de epigramas. Dice Noóside en uno de estos poemas:

Refleja el cuadro la belleza de Tauméreta. Plasmó a la perfección
el esplendor y lozanía de la muchacha de delicados párpados.
¡Movería la cola al verte la perrilla guardiana de tu hogar,
pues creería ver en persona a la dueña de la casa!

Más interesantes aún me parecen los tres poemas siguientes, también de Noóside,donde el retrato de otras tres mujeres (Sabaítide, Caló y Melina) no sólo son absolutamente fieles a sus modelos, sino que, tal es su perfección, que acaban convirtiéndose en reales a los ojos de la poeta:


Se advierte, aún de lejos, que es de Sabaítide
este retrato, por su belleza y majestuosidad.
Admíralo: su prudencia y su dulzura en él
creo describir. ¡Que te vaya muy bien, mujer dichosa!


Este cuadro lo ha ofrendado Caló al santuario de la rubia Afrodita;
en él hizo pintar su retrato, que en todo se le asemeja.
¡Qué galanura en su porte!¡Mira cómo florece su gracia!
Que sea feliz, pues nada que reprochar tiene en su vida.


La propia Melina en efigie. Mira qué delicado semblante
da la impresión de observarnos con dulzura.
¡Con qué exactitud la hija en todo a su madre se asemeja!
¡Qué hermoso en verdad que los hijos sean parejos a los padres!



Igual que Zeuxis y Parrasio fueron emulados por artistas posteriores a ellos, también los poetas griegos han sido imitados utilizando sus recursos en este tipo de poemas donde se establece una alianza entre poesía y pintura. Así lo hizo de manera magistral el poeta Pierre de Rostand que, en su genial poema titulado Elegía a Janet, pintor del rey, nos cuanta lo siguiente:



Pinta para mí, Janet, pinta para mí, te lo ruego,
en este lienzo las bellezas de mi amada
según te las voy a decir.
No te pediré importuno
que, con arte engañosa, le otorgues favor alguno:
bien bastará si a retratarla alcanzas
como es ella, sin pretender disfraz
a su natura por hacerle favor,
pues no es bueno el favor sino a aquella
a quien retratas y no es bella.

Pero a continuación, tras esta prudente petición inicial, el poeta va a solicitar cosas muy difíciles para el arte de cualquier pintor. De ahí el título de Elogio de Janet, puesto que el juego consiste en hacer creer de que el talento del artista logrará plasmar todo lo que le va a ser solicitado. Como veréis, la petición del poeta consiste en que el pintor vaya retratando a la amada descendiendo desde la cabeza a los pies.

Hazle primero ondulado el cabello,
añudado, rizoso, hueco, anillado,
semejante en color al cedro;
o suéltalo, y que libre derrame
en el cuadro, si con arte así lo alcanzas,

De cómo quiere que sea la frente dice:


Que no sea hendida su bella frente
por surco alguno extenso y profundo
tal cual es llana la mar.
Y también:
Hazle luego el arco bello de su ceja
de ébano negro, y que su torcida en pliegue
parezca luna creciente que tras la nube asoma
en el mes primero su bóveda de cuerna.


Ya no es la descripción de la amada lo que poeta está solicitando al pintor, sino que traslade al lienzo metáforas. Dice más adelante refiriéndose a los ojos:


Mas ¡ay! Dios, Dios mío no sé
con qué medio ni cómo has de pintar
de sus bellos ojos la gracia natural,
que vergüenza dan a los astros del Cielo.
Que uno sea manso, y furioso el otro,
que uno de Marte y el otro de Venus tenga;
que del apacible toda esperanza venga,
y del cruel, la desesperanza toda;
dolor y lágrimas cause el primero al verlo,
como el de Ariadna abandonada
a las orillas del Die, cuando, insensata,
cerca del mar, en llantos se consumía,
y a su Teseo en vano ella mentaba;
sea el otro alegre, como fácil es creer
que lo tuviera otrora Penélope loable
cuando vio a su esposo regresar,
veinte años pasados lejos de ella.

De la oreja le pide una muy difícil comparación: que sea…


pequeña, armoniosa, entre blanca y bermeja,
que aparezca bajo el velo semejante
al lirio encerrado en un fanal,
o también como la rosa
lozana encerrada en un jarrón.

Y de la siempre dificultosa nariz le solicita, con un extraordinario sentido del humor, lo siguiente:


Pero en vano habrías logrado tan bello
el adorno todo de tu rico cuadro
si no tuvieras de los rasgos
de su nariz bien pintado el retrato.
Píntamela, pues, frágil, larga, aquilina,
pulida, bien trazada, donde el envidioso y malo
aunque quisiera no supiera qué reproche hacer,
de tan propio que la hagas descender
por el rostro, como desciende
hacia el llano un montecillo en cuesta.


Después le pide que pinte la mejilla y, en ella...


Dibuja en el centro un hoyuelo,
un hoyuelo, no: un escondite de Amor.

Boca, dientes, labios, mentón, cuello, codos, brazos, manos, senos, vientre... todo es objeto de petición por parte de Pierre de Ronsard.


¡Ay, Janet! Para bien dibujar su boca,
apenas Homero en sus versos te diría
con qué bermellón pudieras igualarla,
pues por pintarla según merece
una Cárites habrías de pintar.
Píntamela, pues, que semeje estar hablando,
ora sonreír, ora perfumar el aire
con no sé qué ambrosiano hálito.
Pero logra que parezca llena
de dulzura y persuasión.
Conjunta en derredor un millón
de risas, de atractivos, de juegos y cortesías,
y que dos hileras de perlitas escogidas
de igual orden en el lugar de los dientes
con gran regalo queden compuestas.
Pinta alrededor el labio gemelo,
que por sí mismo, al elevarse, invite
a ser besado, por su tinte parejo
o al de la rosa, o el del coral bermejo,
reluciente uno en Primavera entre la espina,
rojo el otro en lo más hondo de la marina.
Píntale el mentón algo hendido por el centro
y que redondo el extremo, cual manzana,
sea tal cual vese aparecer
de un membrillo la cima que ya empieza a crecer.
Más blanco que leche cuajada sobre juncos
píntale el cuello, mas píntaselo largo,
fino y carnoso, y la garganta delicada
sea como el cuello también algo esbelta.
Hazle después, con justo compás,
de Juno los codos y los brazos,
y de Minerva los bellos dedos; y así también
la mano, pareja a la de Aurora.
Ya no sé, Janet, mi amigo, ni dónde estoy;
confuso y mudo, no puedo
como vengo haciendo, declararte el resto
de sus bellezas, que no me han sido dadas.
Pues jamás tuve, ¡ay!, favor tal
de ver desnudo su hermoso pecho.
Mas si acaso por conjetura puede juzgarse,
Persuadido de razones, convencido estoy:
la beldad que no aparece debe
en todo responder a la beldad que el mortal ve.
Píntala, pues, y que me sea
perfecta como perfecta es la otra.
Elévame abultados sus senos,
nítidos, blancos, tersos, amplios, profundos y plenos,
en los que mil ramas de venas
de roja sangre se estremezcan llenas.
Luego, cuando hayas descubierto
músculos y nervios por bajo la piel,
Hínchales encima dos manzanas nuevas
como se ven dos frutas verdes
de un naranjo que sólo
en el extremo a sonrojarse empiezan.
En la cima de sus hombros marmolinos,
pinta el solaz de las Cárites divinas,
y que Amor, incesante en su revuelo,
no los deje sin mimos, y venteándolos vaya,
creyendo volar con Juego, su hermano,
de rama en rama por los vergeles de Citera.
Algo más abajo, en espejo redondo,
perlado, gordezuelo, henchido,
como el de Venus, pinta su vientre;
pinta su ombligo cual pequeño centro,
cuyo fondo aparezca más bermejo
que un bello clavel entreabierto al Sol.

Y llegados a este punto, donde el pudor parece obligado, Pierre de Ronsard, con hábil decoro pero sin renunciar a sus deseos, escribe:

¿Qué aguardas aún? Dibújame la otra cosa
que es tan bella y que decir no oso,
y cuyo impaciente anhelo apunta en mí;
pero no la ocultes, por gracia, en la sombra,
salvo si fuera por velo hecho de seda,
claro y sutil, y que así lo entreveamos.

El poema termina de la siguiente manera:

Sea su muslo como hecho alrededor
con carnes lustrosas, redondo,
como un torneado Término de artificio,
soportando firme un real edificio.
Como dos montes ejecuta sus rodillas,
mullidas, carnosas, redondas, delicadas y blandas,
y hazle más arriba plenos los quijotes,
según los portan las vírgenes de Laconia,
cuando van a luchar a la orilla conocida
del río Eurotas, desnudo el cuerpo,
o a cazar con jaurías sueltas
algún ciervo grande en los bosques amícleos.
Dibújale al fin, para acabar, de Tetis
los pies estrechos y los menudos talones.
¡Ah, ya la veo! Ya está casi su retrato,
un trazo más, uno más, ¡ya está hecha!
Aparta las manos, ¡ay, Dios mío!, ¡ya la veo!
Cuán poco le falta para hablarme.


Pues bien, en esta misma tradición de versos, aquella en la que poesía y pintura se dan la mano y en la que se elogía la belleza de un modelo a través de la imagen que pinta un artista, es posible enmarcar (nunca mejor dicho) este poema de Víctor Botas, uno de los más brillantes poetas españoles de finales del siglo XX. El poema pertenece al poemario "Historia antigua", publicado en la editorial Pamiela de Pamplona. Se trata de un maravilloso poemario con múltiples referencias culturalistas hacia el mundo grecolatino, y que contiene el que es, a mi entender, uno de los más hermosos y sutiles homenajes a la poesía. Me refiero al célebre poema...


 UNA VEZ MÁS EL TEMA
(ELVIEJO TEMA) DE LA ROSA

Tu lejana quietud y esa apariencia
que la tarde te ofrece de indecisa
roja gota de sangre, de algún modo
que no acierto a entender, me están pidiendo
que hoy me dirija a ti, precario adorno
de un jardín que no es mío. Pese a todo,
pese a la fiel cancela que te aparta
de mí, sé que me perteneces. Nunca
quien así te preserva podrá darte
lo que yo te estoy dando: que la breve
humedad de tus pétalos resista
más que las firmes rejas que te guardan.


Se ha dicho que Botas logra dotar de un nuevo y moderno impulso a la poesía de corte clásico, y que consigue adaptar magistralmente los viejos tópicos literarios a los quehaceres y asuntos de la vida cotidiana. Pues bien, eso es lo que sucede en el poema "Alegoría de la Primavera". La protagonista del famoso cuadro de Botticelli, La Primavera, le sirve al poeta para establecer un paralelismo con su amada, al tiempo que se elogia la belleza de las dos figuras femeninas. Entre ambas se establece una curiosa relación: la figura pintada entrega metafóricamente a la real unas flores para el pelo; la real le otorga, a la pintada, movimiento. Pero la originalidad de Víctor Botas estriba en el orden temporal en que aparecen las dos: no se nos habla de un modelo del que se genera una imagen, como sería lo propio, sino de una imagen pictórica que anticipa y pronostica al modelo con varios siglos de antelación.

Una idea sencilla, pero genial. Como toda su poesía.

COMISIÓN DE SERVICIOS ( Jaime Siles)

En la orilla del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsay.
La arena de los mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Henri Fantin-Latour hizo su Breda
de Rimbaud, de Verlaine. De Baudelaire
era el foulard sonoro de la seda
que bordaba en el aire aquel vaivén.
De todo aquel momento solo queda
lo que pienso sentado en el andén
mientras el autobús me dice que sí queda
El Oro de sus cuerpos de Gauguin.
El oro de sus cuerpos en la acera
son balandros que flotan en mi sien.
Son un mástil, las velas, la carena,
los veloces tacones de sus pies.
Los veloces tacones de sus pies
son las medias que suben, las caderas,
el collar en el cuello, las hombreras
con el bolso en el brazo como bies.
En un escaparate reverbera
una figura que es y que no es
o de carne o de lienzo o de cera
o la Gala del pintor de Cadaqués.
He de tomar un autobús. Y un tren.
Y un avión. Y un barco, por el Sena,
deja en el agua escrita la carena
de las quillas que pasan por mi sien.
Soy el avión y el barco y soy el tren.
Soy esta sensación que me encadena
con la cabeza llena, llena, llena
de imágenes y ritmos en vaivén.
Para que entiendas todo tú también
te escribo esta postal. Tú no la leas.
Has de venir aquí para que veas
con tus ojos mis ojos: no te creas
que esta postal lo dice todo bien.
Si lo dijera todo, toma el tren.
Y, si no dice nada, una primera.
Y, si te dice algo, una litera.
Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven!, ¡ven!
Cenaré en la Embajada con las damas
y no en Maxim's. Te compraré Chanel.
No traigas camisones ni pijamas:
te cubriré de tinta y de papel.
Tengo en la mesa cinco telegramas,
dos despachos urgentes y, en la piel,
resueltos todos los crucigramas
del diluvio a la Torre de Babel.
Si me llamas, hazlo por la mañana
de seis a siete, no de nueve a diez.
Estoy aquí al pie de la ventana
esperando el télex color grana
cifrado sobre el tacto de tu tez.
No me digas la clave: sé que emana
de la combinación del diorama
de música, de labios y de cama
con la carne inventada cada vez.
Como las letras, si, del anagrama
del saturnio que somos, ama, ama
estos signos que sobre las semanas
de tu cuerpo militan como grama
de mi vegetación sobre el cuartel
de la memoria, que tendrá sus canas
-tu cintura, tu zinc, tu cronograma-
en las olas de todas las mañanas
de la espuma que fui sobre tu piel.
Escrito por los días en las granas
pestañas y pistilos y ventanas
de la vidriera virgen del papel,
el oro de tu cuerpo se derrama
en tacto, en tinta, en texto, en tez, en trama
sobre la lengua líquida que llama
con un rumor de ríos y de rama
la basa, el plinto, el fuste, el capitel
del gótico jinete que reclama
la enseña y la divisa de su dama,
los colores, la cinta, la retama
para el torneo y justo redondel,
combinación de música y de cama
con ese delicado diorama
que, bajo las enseñas de la grama,
gleichzeitig langsam und gleichzeitig schnell,
ejecuta en nosotros -pentagramas,
hiperbólicas sumas, cronoramas-
el vidriado Bolero de Ravel.
El ministro firmó. Una llamada
dice que el protocolo es de chaqué.
Toma el avión y tráeme, planchada,
la camisa de seda y, RESERVADA,
manda por la valija, bien lacrada,
la chequera, la Visa y tu corsé.
Acaba de llegar un telegrama
que dice que decreta una semana
el gobierno de fiesta. ¡Ven!, ¡ven, ¡ven!
El Oro de sus cuerpos es un falso
engendro tahitiano de Gauguin.
El Oro de tu cuerpo -also, also!-
el oro de tu cuerpo y tu vaivén,
tu ritmo de amazona y tu melena
abierta por el aire en una E.
La arena de tus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Son un mástil, las velas, la carena,
los balandros que flotan en mi sien.
Con los ojos llenos de gasolina
y del vapor del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quaid'Orsay.
Navegaré al compás de la bolina,
grímpolas en los estayes izaré.
Por tu carne -como una golosina,
un circuito de nata, un canapé-
navegará mi lengua submarina
las escotas, las jarcias, el bauprés
en el cock-tail de la carta marina
-entremeses, ahumados y terrina,
Gänsleber, caviar, Cháteau Sauternes
y, de postre, tarta de mandarina,
Peras Duquesa con hojaldre y miel
polvorones de almendra y espumosa
Viuda servida en copa. Minué
para ti, mandarina de la China.
Para ti, mi Duquesa, este proel
ha trazado tu mapa turmalina
en la tenue tinta mortecina
de la luz que le pone en la retina
el oro de tu cuerpo y de tu piel.
En esta sala sola, sin salida,
donde la craquelada simetría
que veo dibujada en el pincel
del oro de tu cuerpo y no en la guía
del museo, ni en la idolatría
de los lejanos mares ni en Gauguin,
me hacen saber que la soberanía
del territorio está en la monarquía
de la carne del cuerpo de la vida
y no en el bronce pensante de Rodin.
En el agua del Sena a mediodía
los paquebotes abren una vía
a la que el tiempo pone un cascabel.
El sonido que huye deja herida
no tanto el aire como sí la vida,
no tanto el agua como sí la piel
de este caballo que se me desbrida
por el raíl de la melancolía
que en un ritmo de imágenes desvía
la cortina y la saca del riel.
Ese grisú de gas de cada día
es el que quiero hoy para el pincel:
no la nata montada ni la fría
ordenación de la caballería
en un desfile militar. Plein air!
La dotación de mi artillería
no dispara sus salvas, sino envía
la munición contra la batería
del tiempo atrincherado en el cuartel
de la memoria y del mediodía
que soy en este instante de mi vida
ante este cuadro. Junto al Quai D'Orsay
quiero que sepas que no sé si sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce. ¿Quién, cuál, qué
quedará en la orilla junto al Sena:
si tú, si yo, si el barco o la sirena.
Pero esto -sólo esto- sí lo sé:
tu ritmo de amazona, tu melena
abierta por el aire en una E.
La arena de tus mares suena, suena.
La arena de tus mares son los pies
que sostienen el ritmo del poema
con el mismo fulgor de diadema
que las manos sostuvieron el pincel.
¿Qué importa que Gauguin ya no lo vea,
si la imagen es centro de la idea
y, en la idea, respira aquel vaivén?
El oro de sus cuerpos en la acera
es la inmovilidad de la tijera
que nos corta y recorta en el andén.
Para inmovilizar esa sirena
que oigo en las márgenes del Sena,
quiero el oro de tu cuerpo yo también.
Ya ves que todo es una cadena
de símbolos, y suena, suena, suena
el codaste, la cofa, la carena
de la turgente urgencia de tu piel.
En este mediodía junto al Sena
la tijera que corta la cadena
me ha dejado escrita en el papel
toda la carta que es este poema
y, en el aire, abierta la melena,
tu nombre resumido en una E.
Tu nombre como una diadema
que destella en la ele de tu Ela
mientras no sé si viene o vuelve o vuela
este tan kilométrico poema
pintado por un mástil sin su vela
en el agua del Sena en Quai D'Orsay.
Hazme caso: no quiero que lo leas.
Has de venir aquí para que veas
con tus ojos mis ojos: no te creas
que este poema lo dice todo bien.
Si lo dijera todo, toma el tren.
Y, si no dice nada, una primera.
Y, si te dice algo, una litera.
Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven, ¡ven!
Arroja al fuego esta postal-poema.
Yo sé que mis jazmines en tu gema
son el mejor salón que tiene el tren.
El tren es lo que corta la tijera.
Y el oro de tu cuerpo en la acera,
la única razón para mi espera
sobre el gres, gris de nieve, del andén.
Por eso, mientras vienes, mientras llegas,
construyo este edificio, esta quimera
de palabras que trazan la frontera
en el tiempo que soy sobre el papel
con la tinta de tantas noches ciegas
de leer en tu cuerpo la primera
sombra de luz y página de cera
del día que, en su día, vio Gauguin.
Sobre la margen gélida del Sena,
tahitiana miniada, niña buena,
bailaremos sin fin un minué
antes de que la muerte -la tijera
que recorta las sombras en la acera-
nos deje sin la la vida y sin vaivén.
Antes de que te hagan prisionera
los faros y la niebla y la fea
escala en el viaje a la vejez;
antes de que seamos anagrama
del telegrama que fuimos una vez;
antes de todo eso, ama, ama,
mandarina, duquesa, tú, mi dama,
este vagón que somos y este tren
que correrá por las mañanas granas,
por los años, los días, las semanas
y dejará, en las estaciones canas,
grises gotas de grasa en el andén.
Grises gotas de grasa dicen: «Ven, ven
por los años, los días, las semanas,
Por el coral pezón de las mañanas
y el traqueteo zíngaro del tren».
Tiene la luz vegetación de alas,
cromatismo de olas, hilos, balas
disparadas al aire. ¿Contra quién
nos herirán los aros de las horas,
los relojes de arena, las auroras
y el sonido del zinc en esta sien?
En esta sien donde una caracola
la sucesión del mar tiene, y de ola
que bate en nieve púrpura tu piel.
Tu piel y tu clavel y tu corola
que pinto sobre el lienzo solo, sola
mientras en la memoria la moviola
del Danubio como una pianola
de címbricos corales en vaivén
me deja en las esloras de las horas
las espuelas y espinas, amapolas
del oro de tu cuerpo y de tu piel
en una floración del rompeolas
de las bombas, fusiles y pistolas
que el tiempo pone dentro de mi sien.
Contra esos misiles de las horas,
contra esos proyectiles, el proel
que he sido por el mar de las auroras
de la página, la tinta y el papel,
dispara hoy las cargas niqueladas,
los torpedos, obuses y granadas
que defienden tu carne cincelada,
el oro de tu cuerpo y la nevada
acuarela de líquenes pintada
que dejaron mis días sobre él.
El Oro de sus cuerpos de Gauguin
se resume en una pincelada:
es el pigmento, el punto, la mirada
que inmoviliza el tiempo en el pincel.
Como él, como tú y como cada
cuerpo que se termina y que resbala
por la página que somos, el papel
de la vida devuelve, bronceada,
la trayectoria roja de la bala
y el recorrido terso de la piel
en fuego graneado que dispara
sobre la posición de nuestra nada
la memoria -el único cuartel
que, dentro de la luz erosionada
por la ceniza del color, prepara
una ventana que no tiene dintel,
una coma conífera y un ala
donde la trayectoria de la bala
y el recorrido terso de la piel
se articulan en una sola sala
que la luz en instantes acristala
en un juego de espejos en vaivén,
donde la coma se convierte en ala,
el ala en bala, y la bala en
la munición que el tiempo nos dispara
en fuego graneado que no para
de recorrer el oro de la piel.
El oro de la piel no para; para
el pintor, y la mano, y el pincel,
pero no la pintura ni el verano
ni la música que es su carrusel.
Lo que detiene el tiempo de la mano,
lo que detiene el cuadro de Gauguin
es el aire que pasa por el vano
del instante que pasa por la piel.
La cordillera del amor humano
está sobre los límites del plano
que, en la aceleración de su aeroplano,
nos inventa la carne cada vez.
El altímetro que mide lo lejano
reduce al escorzo de este plano
la intensidad que fuimos una vez.
Veo cúpulas de todos los veranos,
brújulas, hemisferios, meridianos
escritos en el cuadro de Gauguin.
Y veo la distancia de mis manos
y siento la distancia del vaivén.
El que yo fui tiene color lejano,
ceniza encima, el cuerpo tatuado
por el color del oro de tu piel.
Lo que el tiempo me deja entre las manos
es el color de todos los veranos
en la Gare Saint-Lazare de Claude Monet.
En la Gare Saint-Lazare de Claude Monet
los colores resultan tan lejanos
como lo son también los meridianos,
los hemisferios y las mismas manos
en la distancia que divide al quien.
El quien es dividido por lejanos
colores de veranos y de planos
que vemos reunirse en el andén
un día del otoño cuando vamos
al museo del mundo y lo miramos
como un viajero desde el tren
mira los puntos que le son lejanos
e imagina los montes y los llanos
y entra en un túnel y sale a un terraplén.
Así también nosotros nos quedamos
con el olor de todos los veranos
disueltos en el oro de la piel
y tomamos aviones, hidroplanos,
globos-sondas, cohetes y llegamos
no al corazón de zinc de los veranos
disueltos en el oro de la piel,
sino al falaz y turbio mecanismo
que devuelve las balas de uno mismo
repetidas en salvas de papel,
en las que el frenesí de los seísmos
se queda convertido en solipsismo
de la emoción que abre los abismos
y nos deja a un lado del arcén.
Por eso digo que nosotros mismos
somos reflejos de los espejismos
como el poema lo es de este papel
de este papel que me condena al istmo
de la península de un silogismo
de imágenes y ritmos en vaivén.
La arena de sus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Son un mástil las velas, la carena,
los balandros que flotan en mi sien.
En el agua del Sena a mediodía
los paquebotes abren una vía
a la que el tiempo pone un cascabel.
El sonido que huye deja herida
no tanto el aire como sí la vida,
no tanto el agua como sí la piel
de este caballo que se me desbrida
por el raíl de la melancolía
que, en un ritmo de imágenes, desvía
la cortina, y la saca del riel.
Ahora que soy aún mi todavía,
ahora que soy aún y que no sé
si el autobús me lleva a la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsay;
ahora que soy aún el que te mira,
ahora que soy aún el que te ve,
ahora que todavía nos admira
El Oro de sus cuerpos de Gauguin;
ahora que aún ardemos en la pira,
ahora que aún el vértigo es un bien,
ahora que la carne aún delira,
imitemos al mundo en su vaivén.
Con el lujo de goces de la China,
con El Oro de sus cuerpos de Gauguin
he trazado una mapa turmalina
en la tenue tinta mortecina
de la luz que me pone en la retina
el oro de tu cuerpo y de tu piel.
Los dioses griegos y todos los latinos,
los de Acadia, Sumeria e Israel,
los hititas, egipcios y triestinos,
y el Atlántico, donde mojas tus pies,
darán su bendición a este poema
escrito en el estribo de la E
de tu nombre, tu piel y tu melena
por el aire que suena, suena, suena
con imágenes y ritmos en vaiven
sobre la sucesión de la cadena
de símbolos que pasan por el Sena
como cuchillas pasan por mi sien.
Como las quillas pasan por el quien,
así también el túnel nos espera
en la cartografía que encadena
gotas grises de grasa en el andén.
Gotas grises de grasa dicen «¡ven!, ¡ven!»
En carne o voz o página de cera
quiero llegar hasta la noche ciega
que -mientras viene o va o vuelve o llega-
nos salva del metal de la tijera
y nos lleva, en tu gema, por el tren.
Para inmovilizar esa sirena
que oigo en las márgenes del Sena
quiero el oro de tu cuerpo yo también.
El oro de tu cuerpo es el tesoro
que bato cuando fundo, fijo, doro
el territorio todo de tu piel.
En la orilla del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsily.
La arena de tus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Contra el tiempo que hace este poema
contra el tiempo que hace que no es,
ante ti, mandarina de la China,
ante ti, mi Duquesa, este proel
ha trazado el mapa turmalina
en la navegación a la bolina
que disuelve la luz y difumina
sobre el texto del tacto de tu piel
la visión que se me rebobina
en la sesión de cine vespertina
con el lápiz de labios más cruel.
Con los ojos llenos de gasolina
he leído el espacio: una Menina
de Velázquez. Y el tiempo -coronel
de la muerte- me dio, como propina,
el gimnosperma poema de tu piel.



Del poemario "Música de agua" 1983, Ed: Visor
Cuadros:  "Régates a Argenteuil" de Claude Monet; "El Sahara" de Gustave Guillaumet; "Un Rincon de mesa" Henri Fantin-Latour; "El oro de sus cuerpos" de Gauguin

NADABA POR EL AGUA TRANSPARENTE... (Olvido García Valdés)


Nadaba por el agua transparente
en el hondo, y pescaba gozoso
con un pequeño arpón peces brillantes,
amigos, moteados.
Aquella agua tan densa, nadar
como un gran pez; vosotros,
dijo, me esperabais en casa.
Pensé entonces en Klee
en la dorada. Ahora leo:
estás roto y tus sueños
se cuelan en tu vida, esa sensación
de realidad es muy fuerte; estas pastillas
te ayudarán.
Dorado pez,
dorada de los abismos, destellos
en lo hondo. Un sueño subterráneo
nos recorre, nos reúne,
nacemos y morirnos, mas se repite
el sueño y queda el pez,
su densidad, la transparencia.

AL COLOR ( Rafael Alberti)

A ti, sonoro, puro, quieto, blando,
incalculable al mar de la paleta,
por quien la neta luz, la sombra neta
en su trasmutación pasan soñando.

A ti, por quien la vida combinando
color y color busca ser concreta;
metamorfosis de la forma, meta
del paisaje tranquilo o caminando.

A ti, armónica lengua, cielo abierto,
descompasado dios, orden, concierto,
raudo relieve, lisa investidura.

Los posibles en ti nunca se acaban.
Las materias sin términos te alaban.
A ti, gloria y pasión de la Pintura.



Del poemario "A la pintura";  Ed: Alizanza Editorial

ASÍ NACE EL FASCISMO (Cristina Peri Rossi)

En el campo de concentración
de la sala de música o ergástula
la fría, impasible profesora de guitarra
(ama rígida y altiva)
tensa en su falda el instrumento:
mesa los cabellos
alza la falda
dirige la quinta de su mano derecha
hacia el sexo insonoro y núbil
de la alumna
abierta como la tapa de un piano.

Ejecuta la antigua partitura
sin pasión
sin piedad
con la fría precisión
de los roles patriarcales.



Así sueñan los hombres a las mujeres.
Así nace el fascismo.




Del Poemario "Las musas inquietantes", Ed: Lumen
Cuadro: "La lección de guitarra" de Balthus

BAJO UN CUADRO (Paul Celan)


Ola de trigo sobrevolada de cuervos.
¿El azul de qué cielo? ¿El de abajo? ¿El de arriba?
Flecha tardía que ha disparado el alma.
Zumba más fuerte. Arde más cerca. Los dos mundos

LA CASA DE LOS ADUANEROS (Eugenio Montale)

Tú no recuerdas la casa de los aduaneros
sobre el barranco profundo de la escollera:

La casa de los aduaneros
(Claude Monet)
 desolada te espera desde la noche
en que entró allí el enjambre de mis pensamientos
y se detuvo inquieto.

El sudeste azota hace años los viejos muros
y el sonido de tu risa ya no es alegre:
la brújula gira enloquecida a la aventura
y el cálculo de los dados ya no vuelve.
Tú no recuerdas; otro tiempo trastorna
tu memoria; un hilo se devana.

Aún tengo un extremo; pero se aleja
la casa y sobre el techo la veleta
tiznada gira sin piedad.
Tengo un extremo; pero tú estás sola,
no respiras aquí en la oscuridad.

¡Oh el horizonte en fuga, donde se enciende
rara la luz del petrolero!
¿Está aquí el paso? (la marejada insiste
aún sobre el barranco que se derrumba...)
Tú no recuerdas la casa de esta
noche mía. Y no sé quién se va y quién se queda.

EL POETA EN EL CAMPO (Jorge Teillier)


también podríamos estar tendidos
en el primer plano del cuadro
con la chaqueta manchada de pasto
y de nuestro sueño
quizás surgirían
un caballo indiferente
una vaca de lento rumiar
una choza de techo de paja.

Pero
el asunto
es que las cosas sueñen con nosotros,
y al final no se sepa
si somos nosotros quienes soñamos con el poeta
que sueña este paisaje,
o es el paisaje quien sueña con nosotros
y el poeta
y el pintor.

ACERCA DE LA LIBERTAD ( José Watanabe)

Esta mañana he comprado un pájaro
como se compra una fruta
un ramo de flores.
Dicen que Hokusai compraba pájaros para liberarlos.
También Leonardo
pero midiéndoles el impulso y el rumbo.
Posiblemente en la infancia he pintado pájaros
pero jamás les he hallado relación exacta con los aviones.
Estoy tentado a liberar este pájaro
a devolverle
su derecho a morir sobre el viento.
Me van a pedir razones.
Sentiré la obligación de hablar acerca de la libertad
pero mi familia que es muy lógica
dirá que afuera solo
con el viento
a ver qué hago.


Del poemario "Elogio del refrenamiento", Ed: Renacimiento

HILANDO -La hilandera, de espaldas, del cuadro de Velázquez- (Claudio Rodríguez)


Tanta serenidad es ya dolor.
Junto a la luz del aire
la camisa ya es música, y está recién lavada,
aclarada,
bien ceñida al escorzo
risueño y torneado de la espalda,
con su feraz cosecha,
con el amanecer nunca tardío
de la ropa y la obra. Este es el campo
del milagro: helo aquí,
en el alba del brazo,
en el destello de estas manos, tan acariciadoras
devanando la lana:
el hilo y el ovillo,
y la nuca sin miedo, cantando su viveza,
y el pelo muy castaño
tan bien trenzado,
con su moño y su cinta;
y la falda segura; sin pliegues, color jugo de acacia.

Con la velocidad del cielo ido,
con el taller, con el ritmo de las mareas de las calles,
está aquí, sin mentira,
con un amor tan mudo y con retorno,
con su celebración y con su servidumbre.


De la antología "Poesía completa" de Claudio Rodríguez, Ed Tusquets
Cuadro: "Las hilanderas", de Velázquez

EL CRISTO DE VELÁZQUEZ (Ángel González)

Banderillero desganado.
Las guedejas del sueño cubren tu ojo derecho.
Te quedaste dormido con los brazos alzados,
y un derrote de Dios te ha atravesado el pecho.

Un piadoso pincel lavó con leves
algodones de luz tu carne herida,
y otra vez la apariencia de la vida
a florecer sobre tu piel se atreve.

No burlaste a la muerte. No pudiste.
El cuerno y el pincel, confabulados,
dejaron tu derrota confirmada.

Fue una aventura absurda, bella y triste,
que aún estremece a los aficionados:
¡qué cornada, Dios mío, qué cornada!


De la Antología “Palabra sobre palabra” Ed: Seix Barral
Cuadro: Cristo crucificado, de Velázquez

LA PINTURA (Julio Pazos)

Pintan la casa…
que nos pinten también a nosotros.

Pintan la casa…
que nos pinten los días,
saldríamos blancos después del tiempo.

Como si la pintura pudiera mantenernos por siempre,
pero lluvia y sol irán barrenándonos.
La pintura no es todo.

Pintan la casa,
ordena que nos pinten días y manos.


De la antología “La poesía del siglo XX en Ecuador: Ed: Visor

NATURALEZA MUERTA (Héctor Freire)



Nada hace prever en el color de las frutas
su muerte próxima.
Sueñan al borde la mesa
donde se agitan suavemente
en la ramas más altas y flexibles.
Instauran la armonía de los cuerpos blandos:
-lo bello suele estar cerca de lo corrupto-

Unidas por un hilo de luz,
esas frutas no son más reales
de lo que pueden serlo en una pintura.
En esta “naturaleza muerta”,
una luminosa cortina amarilla se deja caer
más allá de la espesura de los años.
Al amanecer los simulados árboles
se volverán a mostrar tras las sombras de las hojas.
Y sin embargo, en esta canasta con frutas
pintada en 1596, por el violento y fugitivo Caravaggio,
un claro resplandor se seguirá esparciendo:
el silencio de una escena única
que precipita su dilatada eternidad
sobre el dibujo animado del horizonte.

“Su valor radica en el hecho de estar aquí y no allí”.

Ahora, el sol proyecta su dedo de sombra
sobre el lienzo y rompe la permanencia
con que se disfraza: es una luz íntima
y este instante es perpetuo.



de la antología “La poesía del siglo XX en Argentina”, Ed: Visor
Cuadro: “Canasta con frutas”, de Caravaggio

SENZA FASH (Adam Zagajewski)

Senza flash! «Sin flash!»
(exclamación que se oye a menudo en las galerías italianas)


Sin llama, sin noches de insomnio, sin ardor,
sin lágrimas, sin grandes pasiones, sin convencimiento.
Viviremos así: senza flash.

Queda y pausadamente, dócilmente, entre sueños,
las manos manchadas con la tinta negra de los diarios,
las caras grasientas de crema: senza flash.

Turistas sonrientes, camisas impecables,
Herr Lange y Miss Fee, Monsieur et Madame Rien
entrarán en el museo: senza flash.

Se detendrán ante el cuadro de Piero della Francesca, donde Cristo, casi enajenado, surge de la tumba,
resucitado, libre: senza flash.

Quizás ocurra entonces algún hecho imprevisto:
se agite el corazón bajo el tejido suave,
se haga el silencio, destelle el flash.


Cuadro: " La resurrección", de Piero della Francesca