LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

MONET REHUSA LA OPERACIÓN (de Lisel Mueller)


























"Doctor, Ud. dice que no hay halos
alrededor de las farolas de París
y que lo que veo es una aberración
provocada por la vejez, una enfermedad,
Yo le digo que me ha tomado toda mi vida
llegar a ver las lámparas de gas como ángeles,
suavizar y confundir y finalmente desvanecer
los bordes que Ud. lamenta que yo no vea,
aprender que la línea que llamé horizonte
no existe y el cielo y el agua,
tanto tiempo separados, son el mismo estado de ser.
Cincuenta y cuatro años antes de poder ver
que la catedral de Rouen está construida
por rayos paralelos de sol,
y ahora Ud. quiere que restaure
mis errores juveniles: ideas
fijas de arriba y abajo,
la ilusión del espacio tridimensional
hiedra separada
del puente que cubre.
¿Qué puedo decir para convencerle
de que el edificio del Parlamento se disuelve
noche tras noche para volverse
el sueño fluido del Támesis?
No regresaré a un universo
de objetos que no se conocen entre sí,
como si las islas no fueran los niños perdidos
de un gran continente. El mundo
es flujo, y la luz se vuelve lo que toca,
se vuelve agua, lirios sobre el agua,
por encima y por debajo el agua
se vuelve lámparas
lilas y malvas y amarillas
y blancas y cerúleas,
pequeños puntos que se pasan la luz solar
tan rápidamente del uno al otro
que haría falta tan solo
un largo y
sedoso cabello
inserto en mi cepillo para atraparla.
Pintar la velocidad de la luz!
Nuestras formas medidas, estas verticales,
arden para mezclarse con el aire
y transformar nuestros huesos, piel, ropas
en gases. Doctor,
si tan sólo pudiera ver
cómo el cielo atrae la tierra hacia sus brazos
y cuán infinitamente se expande el corazón
para reclamar este mundo, azul vapor sin fin"

PERCIBO LO SECRETO… (de Nezahualcóyotl)

Percibo lo secreto, lo oculto:
¡Oh vosotros señores!
Así somos, somos mortales,
De cuatro en cuatro nosotros los hombres,
Todos habremos de irnos,
Todos habremos de morir en la tierra…

Nadie en jade,
Nadie en oro se convertirá:
En la tierra quedará guardado.
Todos nos iremos
Allá, de igual modo.
Nadie quedará,
Conjuntamente habrá que perecer,
Nosotros iremos así a su casa.

Como una pintura
Nos iremos borrando.
Como una flor,
Nos iremos secando
Aquí sobre la tierra.
Como vestidura de plumaje de ave zacuán,
De la preciosa ave de cuello de hule,
Nos iremos acabando
Nos vamos a su casa.

Se acercó aquí
Hace giros la tristeza
De los que en su interior viven…
Meditadlo, señores,
Águilas y tigres,
Aunque fuerais de jade,
Aunque allá iréis,
Al lugar de los descarnados…
Tendremos que desaparecer
Nadie habrá de quedar.



Nota biográfica:

Nezahualcoyotl, que en lengua Náhuatl  significa "Coyote que ayuna", nació en 1402 en Texcoco, Estado de México, y murió en 1472. Tras su exilio y el de su padre, quien fué asesinado, Nezahualcoyotl vengó su muerte y recuperó el trono que, por herencia, le correspondía .

Como rey demostró su sabiduría en el campo de la Ciencias, las Artes, la Literatura y la Poesía. Su gran sensibilidad estética y su amor a la naturaleza quedó reflejada en la arquitectura de la ciudad. Realizó estudios tanto en el palacio como en el Calmecac (escuela se estudios superiores) adentrándose en las doctrinas y sabiduría de los Toltecas. Siendo la religión en su tiempo politeista, algunos historiadores creen que desarrolló un pensamiento en el que se planteaba la existencia de un ser supremo, que puede observarse en la mayoría de sus poemas. Dictó un código de leyes basado en la división de poderes, se encargó de la construcción del acueducto de agua potable para la ciudad de México, ordenó la construcción de palacios, templos, jardines, dirigió la construcción de caminos, calzadas y diques para aislar las aguas saladas de los lagos y evitar las inundaciones.

Escribió poemas y cantos de gran belleza literaria por lo que se le conoce en la actualidad  como "El Rey Poeta". Reinó durante 40 años y murió a los 70 años de edad,  47 años antes de la llegada de los  españoles.

EN LO ALTO (de Manuel Mantero)

La ninfa de la fuente
Lucas Cranach el Viejo







La ninfa ha despertado.
Desnuda, no me teme.
Cansada está de tanto andar en sueños.
La hierba la sostiene como a cáliz tendido.
Vierte la fuente un agua confiada
en donde beben los que duran.
Ciervos rondan, perdices sobrevuelan.

Digo en voz baja mi deseo
y ella: “No. Volverás a mí
cuando aprendas los gestos y palabras
de los dioses.

                           Vuelve
cuando hayas aprendido a contemplarme.
Ver es humano y contemplar, divino”.

LOS AMANTES GITANOS (de Santiago Elso Torralba)


The gypsy lovers, 1922
Otto Müller
                               
                                         Para mi hijo Guillermo

Estos que ves -gitano él, su amante
ella- no tienen nada. Ni un pedazo
de pan, según parece por el trazo
con que fueron pintados. Y no obstante,
¿qué riqueza, Guillermo, o qué diamante
podría compararse a su abrazo?
Si el tiempo tiene para ellos plazo
y no poder ni autoridad bastante;
si no hay ninguna seda como el beso
que él le da en la frente, y son de oro
los pechos que ella ofrece y un tesoro
su cuerpo, ¿quién podrá decir, tras eso,
que son pobres? Cogidos de las manos
parecen ricos estos dos gitanos.

EL GRITO DE EDWARD MUNCH (de Hebert Abimorad)

una pasarela, tres figuras y dos barcos
la primera figura adelantada

sus ojos y su boca
son órbitas sin contenido
que pueden ver y sorprenderse
pero qué ve
¿es un grito de horror?
¿es un grito de sorpresa?
es el grito
es el yo primitivo
o eres la transformación de sorpresa en horror
no es lamento
titubea una luz en el remolino de los barcos
dos sombras azuladas
preguntan por ti
para llevarte a algún lugar
al lugar de los barcos
allá a lo lejos
es otra luz
un remolino reluciente
te espera

descubriste sus intenciones
y ellos se acercan y tu cuerpo bambolea
y tus manos aprietan tu cara
qué horror
ausencia de exclamación

la humanidad ante tus ojos
una mujer contempla a lo lejos
pero no interviene
consternación
no te ayudará
se queda tiesa
fuera del cuadro

y ellos se aproximan
por la pasarela
sólo te separa el azul
que lentamente se oscurece
queriendo conquistar el verde

y a tu espalda la luz reluciente
roja de tu salvación
corre
libérate de tu rigidez
de tu cuerpo oscuro
moribundo
de tu rostro pálido alterado
tu soledad no infunde piedad
tú lo provocaste
y ellos se acercan
zambúllete en el verde
salva el resto

el del sombrero parece más decidido
le lleva un paso a su compañera

tres barandas te separan

no me mires
si es que me miras
estoy fuera de ti
no te puedo ayudar
estoy fuera
del lienzo

de adónde viene la pasarela
en la que tres figuras
son un destino

¿adónde va la pasarela?
¿al final qué encontrarás?

a lo lejos
la esperanza es rojiza
a lo lejos los barcos
esperan
pero ellos allí
siempre allí
obstaculizando el camino
obstaculizando la mirada

quieres cabalgar sobre un caballo
desbocado
y huir
pero no puedes
el terror paraliza
eres un S que quiere escapar
del lienzo
con dos brazos
y dos manos que soportan el peso
de una mirada que ya no es
tu cabeza es una sola imagen
que quieres triturar

son todos los gritos acumulados
es tu grito
gritas
tus ojos quieren ver
descubrir algún indicio de mentira
están vacíos
ondulaciones de colores
por doquier
tu cuerpo ondula
tu grito es la pesadilla
de todos
tu palidez
es la palidez de nuestras conciencias
vaga el mar
el anaranjado soleado a lo lejos
no oye el grito
no oye nuestro grito.

COLOR (de Carlos Marzal)

A José Saborit

Me atengo a la emoción
y no me atañe nada que la explique;
me ajusto a mi dilema y me conmuevo,
y no me incumbe nadie
que me despierte del vivir sonámbulo.

Por natural acontecer,
por puro suceder,
por simple cumplimiento estoy convulso.

Color, no te averiguo,
             me coloro.
Me corono de ti, color de espasmo.
Me consterno de ti, de ti me iriso.

Como restalla un látigo en el aire,
igual que se difunde
la resquebrajadura entre los hielos.
Como la combustión de un imposible.

Voluntad de color,
color querer,
antojarse color, color saberlo.

No quiero decir más.
Quiero decir con nada.
No pinto más en mí.
                Estoy en blanco.
Estoy en color vivo.

Música de la luz, te escucho y lloro.




(del poemario "Fuera de mí". Ed Visor)





COPA CHINA (de Martín López-Vega)

 



         













                                      Comienzos del siglo XIV. Dinastía Yan
                                     Porcelana "Qingbai"
                                    Museu Calouste Goulbenkian. Lisboa.)

¿Conservas, copa, la huella
de aquel que una vez te alzó
en la noche para celebrar
un triunfo sobre el destino?
¿O fue el licor que contenías
bálsamo contra las lágrimas
de la Derrota inevitable?
Tal vez nunca bebió en ti
más que la desganada costumbre. 
Déjame que celebre hoy
tu victoria sobre el tiempo:
yo, a quien nadie diría más frágil
que tú y que, sin embargo,
jamás podría dejar
sino una huella en tu porcelana,
invisible a los ojos
de las generaciones de los hombres.

PAISAJE OTOÑAL ( de Lu Zhi)

(El siguiente es un poema del poeta Lu Zhi (¿1242? - ¿1314?) que tiene cierto parecido con el cuento de Margarite Yourcenar en la entrada anterior. ¿Quién sabe?, quizá la autora lo leyó alguna vez y se inspiró en él).




Del precipio cuelga
un pino solitario.
Nubes de púrpura crepusculares
acompañan a una oca que vuela.
Un bosque de montes me rodean.
Sólo veo un río que se lanza al infinito.
Sopla el viento del oeste,
que inunda de otoño la tierra y cielo.
Noche silenciosa.
Vela solitaria.
Una luna baja.
¿Estaré navegando
dentro de la pintura
de un gran maestro?

ASÍ SE SALVÓ WANG-FÔ (de Marguerite Yourcenar)

          El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
          Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
          Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.
          Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
          Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
          Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.
          Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.
          Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.
          Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
          Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
          Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
          Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.
          Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
          Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
          Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
          El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
          —Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
          —¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.
          Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.
          —¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
          Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
          —Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
         Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
          El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
          —Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.
         Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.
          A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.
           Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.
          La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.
          Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.
          Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:
          —Te creía muerto.
          —Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
          Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.
          —Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
          —No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:
          —La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
          —Partamos —dijo el viejo pintor.
          Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.
           El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
          La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

ROBLEDAL (de Santiago Elso Torralba)


Robledal, 1887.      Ivan Shishkin


(para mi hijo Guillermo)

Querido Hijo; el mundo es un bazar
lleno de cosas de precioso aspecto.
No pienses, sin embargo, que es perfecto.
Antes, quizás; ahora hay un lugar
en el que queda un hueco por llenar.
No está, se lo llevaron, en efecto:
un bosque que no tiene ni un defecto,
un robledal en el país del zar;
su verde prado sin ningún intruso,
con sombras en los troncos y un sendero;
los árboles, la hierba, el cielo incluso,
la luz del sol y un viento muy ligero.
¡Qué prodigio; robar un bosque entero,
meterlo en un museo de arte ruso!





MANOS PINTANDO EN UNA CUEVA (de Irene Sanchéz Carrón)



Pasas las horas mirándote las manos.
En esta oscuridad tus manos son el fuego y las antorchas.

Hay un presentimiento que roza las paredes de tu alma.

Tus manos se parecen a árboles desnudos,
a rutas que se pierden en los sueños.

Cuando abres las manos es como si mostrases un tesoro.

Muy temprano recogiste la sangre
y su olor a impaciencia se vierte por la cueva.

Es extraña la sangre.
Son extrañas las manos.

Frenéticamente mojas tus manos en la sangre una y mil veces.
Frenéticamente imprimes tus manos una y mil veces
en el duro silencio de la piedra.




RES DESOLLADA (de Ramón Cote Bariabar)

Res desollada
Rembrandt

Cómo sabes que me corrompe el aire.
Por qué te enamoraste de mí ahora que cuelgo
y enumeras cada una de mis costillas,
y con detenimiento observas los nudos de mis tendones
como si me hubieras visto alguna vez
pastar entre los campos
¿Acaso te reconoces en mis heridas?
Si esto llegara a ser cierto, hermano mío, entonces
déjame abrirme en carne viva
para mostrarte mi fragante entrada a la muerte.
Termina de una vez por todas, pintor de cara triste,
mira que muy pronto me llamarán pestilente
y me convertiré en la atracción de todas las moscas
de este matadero de Amsterdam.

HIELO (de Jaime Labastida)

Los frescos de Botticelli
arrancados a la Villa de Lemmi,
la Victoria de Samotracia,
con las alas unidas por alambres
y una estaca de acero entre las nalgas:
trofeos de guerra, pasto
para la codicia de los reyes.
El saqueo. Ticiano, el Veronés,
el Bosco, el sarcófago asirio,
las urnas de granito y madera policroma
en donde están las momias de Ramsés
o Nefertiti, la estela funeraria
de Aristóteles, los códices mixtecos,
el penacho falso tal vez de Moctezuma,
los caballos de bronce de San Marcos,
la virgen negra de Constantinopla:
el saqueo, el saqueo. Arrebatados
de páramos, de selvas, de templos,
de palacios, de países, de pueblos,
de naciones. Los botines de guerra,
las limpias compras de los mercaderes.
Como si el oro abstracto, el billete
crujiente fueran iguales a La Piedad
o a la inflexión precisa de la sombra
en un caballo de Picasso.
¿Qué podría remplazar
una pierna perdida? ¿Qué moneda
podría ofrecernos otra vez
la estela maya que un avión
extranjero llevó a Texas?
No tiene precio el ojo,
ni la máscara turquesa,
ni el coyote emplumado,
ni Monalisa astuta. Más que el oro
valen su instante irrepetible,
su columna de gracia,
sangre exacta, detenida, y perfecta.

El dolor, el dolor. Egipto,
Grecia, México, congelados aquí,
ante el azoro de los visitantes.







(del poemario "Las cuatro estaciones", 1981)








LAS BELLAS REALIDADES (de Santiago Elso Torralba)

Las bellas realidades
René Magritte

 -Un suelo; y sobre el suelo, alguna mesa;
y encima de la mesa, una manzana.
Así es el mundo -dijo alguien- . De esa

manera, y no como te dé la gana,
hay que pintarlo. Dije: -Quite, quite,
prefiero lo que pinta el gran Magritte.

Nada; y sobre la nada, una gigante
manzana verde; y sobre esta fruta,
una sencilla, limpia y diminuta
mesa con su mantel que están delante

de un mar grisáceo. Así, con el tamaño
y posición expuestos del revés,
se nos revela lo que Todo es,
será y ha sido siempre: algo extraño.