LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

RECETA PARA HACER EL AZUL (de Nuno Júdice)


Si quieres hacer azul,
agarra un trozo de cielo y mételo en una olla grande,
que puedas llevar al fuego del horizonte;
después mezcla el azul con sobras de rojo
de la madrugada, hasta que se deshaga;
vacía todo en un bacín bien limpio,
para que no quede nada de las impurezas de la tarde.
Finalmente, criba los restos de oro de la arena
del mediodía, hasta que el color se adhiera al fondo de metal.
Si quieres, para que los colores no se desprendan
con el tiempo, deposita en el líquido un corazón de melocotón quemado.
Lo verás deshacerse, sin dejar señal de que alguna vez
allí lo pusiste; y ni el negro de la ceniza dejará restos de ocre
en la superficie dorada. Puedes, entonces, levantar el color
hasta la altura de los ojos, y compararlo con el azul auténtico.
Ambos colores te parecerán semejantes, sin que
puedas distinguir entre uno y otro.
Así lo hice – yo, Abraham ben Judá Ibn Haim,
iluminador de Loulé – y dejé la receta a quien quisiera,
algún día, imitar el cielo.


SAN JERÓNIMO (William Ospina)



San Jerónimo
Durero, 1521
Lisboa, Museo Nacional de Arte Antiga
La mano emerge de la roja tela
y acaricia la frente envejecida.

La mirada me alcanza desde ayeres
negados a mi cuerpo. Largamente
algo firme y fatal me anuncia y siento
que sólo para mí pintó Durero
a este anciano de barba luminosa
que alza los ojos del abierto libro
y exhorta a mi valor con su firmeza

No es un santo varón, no es una imagen
para los vanos nichos de la iglesia;
su siniestra implacable me señala
un craneo descarnado y tenebroso.
Soy digno de tu signo, duro anciano,
soy un cuerpo que viaja hacia su ruina
por el huidizo tiempo incontenible.
No un cráneo, un porvenir toca tu dedo
sin miedo y sin furor, serenamente.

Pienso en las arduas civilizaciones,
en las largas estirpes sucesivas
que son polvo en el polvo de los tiempos.
Y siento que la vida me abandona,
que esta prestada inmensidad resbala,
llega, me colma, me deshace en ecos,
y para que yo sienta su riqueza
trae a mis ojos una forma eterna
que me recuerda sin cesar mi suerte

Ante este hermoso lienzo amenazante
ya no soy yo.Ya soy la vida frágil
que desespera y teje su alabanza,
y traza breves huellas sobre un mundo
hospitalario, presuroso, ajeno.

DIECIOCHO ESTROFAS CANTADAS CON CARAMILLO HUNO (de Cai Wenji)






Cai Wenji

Permitidme que os presente hoy el que es uno de mis poemas favoritos: “Dieciocho estrofas cantadas con caramillo huno”, uno de los más conmovedores poemas que yo haya leído jamás. Lo escribió una gran poetisa china llamada Cai Wenji, que nació el año 177 (no se sabe la fecha de su muerte) y conocida también como la Dama Cai Yan; una mujer en verdad notable que, al igual que su padre, Cai Yon, no sólo fue una gran poeta, sino  también músico y experta en caligrafía.

Cai Wenji se había casado con quince años cuando, al poco tiempo, murió su marido sin tener descendencia. Poco después, alrededor del año 195, la capital del imperio chino fue invadida por nómadas del desierto, los hunos,  y Cai Wenji fue hecha prisionera. "Dieciocho estrofas..." es un extenso poema autobiográfico en el que la autora nos narra las circunstancias de este periódo de su vida. 

A lo largo de los siglos posteriores, este poema, que como su propio título indica se compone de dieciocho partes, ha sido fuente de inspiración para los artistas chinos, los cuales han llevado sus versos y la historia que en ellos se narra a la pintura, al teatro, a la novela  y a la opera. De entre los no pocos pintores que han realizado ilustraciones sobre la vida de Cai Wenji a lo largo de los siglos, escojo, para esta ocasión, las que hiciera un artista del siglo XV  de nombre desconocido.

A los que no conocéis el poema, estoy seguro que os va a gustar.




DIECIOCHO ESTROFAS CANTADAS CON CARAMILLO HUNO 



I.


El principio de mi vida transcurrió sin sombra alguna,
pero al final la desgracia visitó mi tierra.

El cielo despiadado nos envía miserias,
la tierra despiadada me enfrenta a ellas.
Los carros se entrechocan cortando el camino,
todos tratan en vano de huir de la muerte.
En los campos sombríos de humo y de polvaredas,
los guerreros hunos arrastran a sus prisioneros.
Ya no hay ley ni justicia, y la razón zozobra,
todo es hostil, en vano intento evitarlo.
Perdida para siempre, ¿quién oirá mi lamento?

La cítara ha dado el compás al caramillo,
¿quién conoce el dolor que desborda en mi corazón?



II.
















Ya no tengo a nadie en el mundo
más que esas hordas furiosas
que me fuerzan a seguirlas
hasta los confines del universo.
El camino de vuelta está cortado
por cimas coronadas de nubes.
Sólo la arena forma torbellinos
alzada por el viento del desierto.
Los hunos son crueles y feroces,
iguales que serpientes sanguinarias.
Torvo el semblante, se pavonean
acorazados, con un arco en la mano.

La segunda estrofa, vibrando en las cuerdas,
las tensa a punto de romperlas.
Desgarrado el corazón, carente ya de deseos,
¡ay!, me lamento de mi destino.



III.


Lejos estoy de mi hermoso país, China;
aquí me hallo, en ciudad de hunos.
Me obligaron a casarme con su jefe.
Perdí mi rango y mi familia,
más me valdría no haber nacido.
Las ropas de fieltro y de lana
me llenan el alma de asco.
En modo alguno me obligarán
a comer su carnero apestoso.
El tambor de cuero resuena en al noche
sin cesar, hasta que despunta el alba.
El viento furioso recorre la estepa
oscureciendo el paso y el poblado.

La añoranza del pasado y la pena por el presente
son mi tercer canto.
La aflicción persistente no me deja respiro
¿tendrá fin algún día?


IV.


No hay día ni noche alguna
en que no piense en mi tierra.
De cuanto hay bajo el cielo
soy yo la más desgraciada.
En la confusión que envía el cielo enfurecido,
el pueblo no obedece ya a su señor.
Perdida estoy para siempre,
cautiva entre los bárbaros.
Todo en ellos me es ajeno.
¿cómo seguir viviendo aquí?
Ninguna afinidad nos une,
¿quién va a comprender mi pena?

Mi mente se extravía, enloquecida,
hundida bajo el peso de mi martirio.
Los cuatro cantos acabados
no han hecho sino aumentar mi pena.



V.
 















Los gansos vuelan hacia el sur,
les confío noticias de las fronteras.
Los gansos vuelven hacia el norte,
creo oír nuevas de mi patria.
Vuelan muy alto, tan alto
que apenas los veo pasar.
En vano gimo y padezco
mi dolor no tiene consuelo.

Fruncido el ceño, contemplo la luna,
taño mi cítara hermosa.
La quinta estrofa deja oír sus notas.
Mi alma los sigue y se pierde en ellas.


VI.


La escarcha hiela la estepa,
sufro del frío glacial.
Ante sus quesos, mi hambre
no consigue obligarme a comer.
Oigo el rumor en la noche
del torrente de impetuosas aguas.
Al alba, ante la Muralla,
veo los caminos inundados.
Sueño con los días de antaño,
es imposible volver.

Al sexto canto el dolor
me impide seguir tocando.



VII.

















Se ha puesto el sol, y en el lúgubre viento,
los ruidos de los hunos se alzan por doquier.
El dolor que atenaza mi alma,
¿a quién lo voy a contar en esta tierra perdida?
Alrededor, el desierto monótono y solitario;
sólo las almenaras se suceden infinitas.
El débil y el anciano no tienen sitio en el mundo,
hay que ser fuerte y joven en estas tierras.
Los campos y ríos de las fronteras,
¿acaso pueden compararse con los de mi país?
Vacas y ovejas cubren toda la estepa
incontables rebaños se divisan a lo lejos.
Pero pronto falta el agua, y la hierba se agota,
caballos y bueyes irán a otros pastos.

La séptima estrofa expresa mi rencor,
no puedo soportar tener que vivir aquí.



VIII.



Si el cielo soberano se digna a mirar a la tierra,
¿por qué no me salva de mi suerte funesta?
Si los espíritus son poderosos y sabios,
¿por que me abandonan en el lejano exilio?
¿Por qué me ha dado el cielo un esposo bárbaro?
¿Qué he hecho a los espíritus para merecer esto?

Para distraerme he dado
al octavo canto un tono refinado.
Pero apenas acabado el canto,
el dolor vuelve al corazón.



IX.



El cielo es infinito; la tierra, ilimitada;
inacabable y eterna es la pena que siento.

La vida pasa súbita y breve,
como corre la fugaz aurora.
El destino no ha permitido
que la felicidad ilumine mi suerte.
Al cielo soberano reprocho
la pérdida de mi juventud.
Pero el cielo azul es profundo,
¿cómo va a alcanzarlo mi queja?
Por encima de mí, en el vacío,
sólo veo niebla y nubes.

Aquí acaba el canto noveno,
¿a quién diré yo mi dolor?



X.

















Nunca se apagarán los fuegos de la Gran Muralla,
nunca llegará la paz al campo de batalla.
Cada día la muerte, cual oleaje, bate las puertas;
cada noche, el viento aúlla bajo la luna.

Lejos está mi tierra natal,
ni un sonido puede alcanzarla.
No me queda voz para lamentarme,
ni aliento oprimido se quiebra.
Mi vida es un largo dolor,
dolor del exilio implacable.

Vertiendo lágrimas de sangre
canto la décima estrofa.



XI.


No me da miedo la muerte,
ni siento afán de vivir.
Pero no puedo perderme
mientras tenga un objetivo en mi existencia.
Vivo con la esperanza de que un día
podré ver de nuevo mi patria.
Si muero y aquí se me entierra
todo habrá acabado para siempre.
¡Oh, astros del cielo! Bajo las tiendas bárbaras,
fui esposa de un huno y le di dos hijos.
Los cuido y crío sin resentimiento;
nacieron en los desiertos del norte,
pero a pesar de todo los amo.

Aunque este undécimo canto
lo lamente con tristes acentos,
estamos unidos para siempre,
ya que son mi carne y mi sangre.



XII.



El viento del este trae aires de primavera,
llega el calor; el emperador de China
devuelve al universo el sol y la paz.
Los hunos brincan y cantan de alegría,
China y su país han cesado las guerras.
Veo de repente un enviado chino,
trae mil monedas de plata
para pagar mi rescate.
¡Qué felicidad regresar
y ver al emperador cabal!
¡Qué tristeza dejar a mis hijos,
despedirse de ellos para siempre!

En la decimosegunda estrofa
el dolor se une al gozo.
Partir y quedarme, todo es pesar,
hacer ambas cosas quisiera.



XIII.














¿A qué lamentarme? Vuelvo a China.
Abrazo a mis pobres hijos hunos,
bañando de lágrimas sus túnicas.
El enviado ha venido a buscarme,
apenas retiene a los caballos.
No me queda voz para gritar.
Debíamos estar unidos para siempre,
y no nos veremos nunca más.

La luz del día se vela,
hijos míos, he de partir.
¡Ojala tuviera alas
para venir a veros!
Cada paso me aleja de vosotros,
no puedo mover los pies.
El cuerpo puede morir, y el alma desvanecerse,
pero mi amor perdurará por siempre.

La decimotercera estrofa es rápida y acuciante,
el tono es lastimero.
Tengo el corzón abatido, el alma desgarrada,
¿quién puede comprender mi dolor?



XIV.




Por fin he regresado a China,
dejando a mis hijos no sé dónde.
Mi corazón no tiene respiro
en su anhelo de volver de volver a verlos.
Para todos los seres del mundo
el bien sucede a la adversidad.
Sólo para mí, desdichada,
la pena no tiene consuelo.

Los montes son altos, los llanos son anchos,
no hay esperanza de volver a verse.
Apenas en mis noches solitarias
al dormir aparecen ante mis ojos.
Os abrazo con fuerza, os estrecho en sueños,
llena de alegría y llena de pena,
pero al despertar vuelve la tristeza,
que nuca tendrá fin.

Al decimocuarto canto se deslizan mis lágrimas
y caen entremezcladas.
Un río no puede volver a su fuerte,
como no puede mi alma olvidar.

XV.
















La decimoquinta estrofa es rápida,
¿quién podría seguir el espíritu que la inspira?

Vivía bajo una tienda de hunos,
en medio de un pueblo extranjero,
esperando siempre el regreso,
y el cielo atendió a mis ruegos.

Ahora he vuelto a China,
debería ser feliz,
pero una inquietud profunda
alimenta mi pena eterna.
Los astros siguen su curso,
pero para mí no brillan.
Madre e hijos separados para siempre,
¿cómo podría aceptarlo?
El mismo cielo nos ampara,
pero no es posible reunirse.
Alejados en la vida y en la muerte,
¿acaso podríamos encontrarnos?



XVI.



La decimosexta estrofa
deja vagar mis pensamientos.

Mis hijos y yo estamos
en confines opuestos,
como el sol que se pone y la luna que asciende
se miran de lejos sin aproximarse nunca.
No podemos reunirnos.
En vano me lamento,
pero no puedo olvidar.

Taño las cuerdas sonoras,
la cítara expresa mi mal.

Abandoné a mis hijos para volver a China.
Aliviada la antigua pena, brota una pena nueva.
Vierto lágrimas de sangre y clamo al firmamento:
¿Por qué sigo viviendo si para mí todo es dolor?

XVII.














Al decimoséptimo canto, me duele el corazón;
no hay camino que atraviese las montañas.
Antes sólo soñaba con volver a mi país,
ahora en mis hijos pienso sin cesar.
Artemisas pardas del norte,
ramas muertas, hojas secas…
En los campos, huesos humanos
con quebraduras de espada…
El viento, la escarcha helada,
estremecían hasta en verano.
Gentes y bestias cansados,
hambrientos, agotados, sin fuerzas…

¿Cómo iba a saber yo
que al final volvería a ver mi ciudad?
El llanto interrumpe mi canto
y lloro delante de la ventana.



XVIII.




















El caramillo huno es de las fronteras del norte,
pero de acuerdo a él he afinado mi cítara.

El decimoctavo canto… El canto ha terminado,
pero el eco se prolonga y la memoria permanece.
Las bellezas de la música y el canto
son tesoros de la naturaleza.

Cuando la alegría y la pena se suceden,
sus cambios hacen que resuene el alma.
En China y el país de los hunos,
todo difiere, el clima y las costumbres.
La madre y los hijos han quedado
en confines opuestos del cielo y de la tierra.

El sentimiento de mi destino es doloroso,
más grande que el cielo sin límites.
Ni los seis elementos que forman el universo
podrían responder a mi lamento.




Quizás os preguntéis qué fue de Cai Wenji tras su regreso. Pues bien, por un suceso más es recordada esta extraordinaria poeta. La casa de Cai Yi había conservado más de 4000 rollos escritos, que se perdieron en su mayoría durante la guerra. Al enterarse de esto, el emperador Cao Cao, también poeta, se sintió consternado. Pero al regresar Wenji a China, algo de todo aquello se recuperó, porque, tras pedir papel y pincel, escribió más de 400 de esos rollos que había memorizado; y gracias a esto la posteridad hemos heredado ese enorme patrimonio.

Cai wenji había regresado a china,  pero a costa de separse de sus hijos. Sin embargo, sus sufrimientos no habían acabado. Se casó de nuevo con un alto funcionario, con quien tuvo otros dos hijos. Pero este quebrantó la ley y fue condenado a muerte. Esta antigua pintura representa el momento en que Wenji y sus hijos se despiden de él. Sin embargo, Wenji acudió descalza a ver al emperador Cao Cao, y le rogó por su marido. Conmovido por el acto de Wenji, CaoCao le perdonó el delito a su esposo.

Ahora pienso en las muchas ocasiones en que Cai Wenji, al caer la tarde, en las desoladas llanuras de Mongolia, miraría surgir las estrellas en el cielo, lejos de conocer que la primera en aparecer no era en realidad una estrella, sino un planeta: Venus; y aún más lejos de saber, que siglos después, un cráter en ese planeta llevaría su nombre.





LA SILLA AMARILLA DE VAN GOGH (de Jorge de Sena)



Silla
Vincent Van Gogh, 1888
Londres, National Gallery
En el suelo de losa una silla rústica.
Rústicamente empajada y amarilla
sobre la losa recogida y gastada.
En el asiento de la silla, un poco de tabaco en un papel
o en un paño (¿tabaco o no?) y una pipa.
Cerca del borde, en un cajón pequeño,
la firma. Además de esto, la puerta,
una azulada y macilenta puerta.
Vincent, como firmaba, y de la materia espesa,
en que los pinceles se empastelaron suaves,
se forma el torneado, se ocultan los
travesaños de la silla como la espesa arcilla
de las losas inestables, carcomidas, sucias.

Tras de las diosas, los conejos muertos,
y las batallas, príncipes, florestas,
flores en jaras, ríos deslizantes,
sereno atardecer de interiores de Holanda.
Faltaba esta humildad, la paja de un asiento,
en que un vicio modesto –el tabaco- fue olvidado,
o fue dejado expresamente como señal de que
lo poco ya contenta a quien desea todo.

No es sin embargo una silla aquello
que era mueble pobre de un vacío cuarto
donde la locura fue piedad en exceso
debido a los humanos que fuera pasan,
fuera ríen, pero de orejas que oigan
no quieren ni incluso en una salva rica
un lóbulo cortado, palpitante aún,
bañado en sangre alguna, el “quantum satis”
la lealtad, amor, dedicación, angustia,
inquietud, insomnios pensativos,
y sobre todo la mirada honda
de la soledad embriagadora y pura.

No es, no fue, ni nunca será silla:
Sólo el retrato concentrado y claro
de haber estado allí y allí haber existido quien
la conoció de mirarla y sentarse
en el cuarto exiguo que es sólo color sin luz
y un cajón en el borde, donde firmó Vincent.
Un nombre propio, una pipa, una cerrada puerta,
un suelo que escurre debajo de los pies
de quien coloca la silla en un exiguo espacio,
una silla humilde que es esa humidad
que le corroe de dentro a dentro que no hay
sino en el nombre propio en que lo niños tienen
una fe sin límites porque van creciendo
a la orilla de la locura. ¿Hay quien firme,
en un borde, en un cajón, su nombre de cuervo?
¿Y hay bordes en pintura? ¿Hay nombres que resistan?
¿Qué silla, incluso no-silla es humildad?
¿Todas, o sólo ésta? ¿Al final,
son sólo sillas lo que queda, y un modesto vicio
dejado sobre el asiento mientras lo colores empastan?



CANTO XXX. SOBRE UN BAJORRELIEVE SEPULCRAL ANTIGUO, DONDE UNA JOVEN MUERTA ESTÁ REPRESENTADA EN EL INSTANTE DE PARTIR, DESPIDIÉNDOSE DE SUS PARIENTES (de Giacomo Leopardi)


¿Dónde vas? ¿Quién te llama
lejos de tu familia,
bellísima doncella?
Sola, peregrinando, ¿el patrio techo
tan pronto ya abandonas? ¿A esta puerta
volverás tú? ¿Harás feliz acaso
a los que en torno tuyo están llorando?

Secos los ojos y animoso el gesto,
pero triste estás tú. Grata si fuera
o enojosa la senda, oscuro asilo
al que vas o gozoso,
por tu grave semblante
mal se adivina. Ay, ay, ni yo podría
decirlo para mí, ni acaso el mundo
lo supo aún, si en el cielo malquista
si debes bienamada,
si mísera o dichosa ser llamada.

Muerte te llama; al comenzar del día
su último instante. Al nido del que partes
no volverás. La vista
de tus tiernos parientes
dejas por siempre. El sitio
donde acudes se encuentra bajo tierra:
allí tendrás eterna residencia.
Quizá seas feliz; pero quien mira,
viendo tu hado, para sí suspira.

No ver nunca la luz
era, creo, mejor. Mas nata, cuando
belleza soberana se despliega
por los miembros y el rostro,
y el mundo ya comienza
desde lejos ante ella a reclinarse;
cuando florece la esperanza, y mucho
antes que en torno a la radiosa frente
su fosco rayo la verdad destelle;
como vapor cuajado en nubecilla,
bajo formas fugaces a lo lejos,
disiparse, sin casi haber surgido,
y cambiar por oscuros
silencios de la tumba su futuro,
esto si al intelecto
feliz le parece, invade
de alta piedad al más valiente pecho.

Madre dura y llorada
desde el nacer de la animal familia,
natura, ilaudable maravilla,
que por matar engendras y alimentas,
si daño es del mortal muerte inmadura
¿por qué tú lo consientes
en esos inocentes?
si bien, ¿por qué funesta,
por qué, supremo mal,
a quien se marcha, a quien se queda en vida
inconsolable le haces la partida?

¡Mísera donde mire,
mísera donde clame o donde acuda,
esta sensible prole!
Plúgote que burlada
por la vida quedara
la espera juvenil; de afanes colma
la ola de años; al mal único amparo
la muerte; y ésta, segura meta,
ésta, ley inmutable,
pusiste al curso humano. Ay, ¿por qué al cabo
de senda tan penosa, el fin al menos
feliz no prescribirnos? Y aun a aquella
que futura e indudable
en vida, siempre, llevamos ante el alma,
aquella que de afanes
fuera único consuelo,
cubrir con negros velos,
ceñir de triste sombra,
y espantoso a la vista
más que cualquier tormenta hacer el puerto?

Ya si desdicha es este
morir que nos destinas,
a nosotros que ignaros y sin culpa
ni voluntarios a la vida arrojas,
la del que muere es envidiable suerte
ante aquel que la muerte
siente de los que ama.
Pues si en verdad, como sin duda creo,
el vivir es desdicha,
gracia el morir, ¿quién nunca lograría,
aunque bien debería,
desear de los suyos la hora extrema,
para quedarse al cabo
de sí mismo privado,
ver del umbral llevarse
a la persona amada
con la que habrá pasado muchos años,
y adiós decir sin esperanza alguna
de encontrarla ya nunca
por la mundana senda;
y después solo, abandonado en tierra,
mirando en torno, a la hora acostumbrada
recordar la pasada compañía?
¿Cómo, ay, cómo, oh natura, tú soportas
arrancar de los brazos
al amigo el amigo,
al hermano el hermano,
el hijo al caro padre,
al amante el amor, y el uno extinto,
vivo al otro dejar? ¿Cómo pudiste
decretar necesario
tanto dolor, que sobreviva amando
al mortal el mortal? Mas por natura
otra cosa en sus actos,
que nuestro mal o nuestro bien se busca.