LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

LAS UVAS DE ZEUXIS (de Ives Bonnefoy)




LAS UVAS DE ZEUXIS

Una bolsa de tela mojada en la alcantarilla, es el cuadro de Zeuxis, las uvas, que las aves furiosas tanto desearon, tan violentamente perforaron con sus picos rapaces, que los racimos desaparecieron, luego el color, luego toda traza de imagen a esta hora del crepúsculo del mundo donde ellas la arrastraron sobre las baldosas.


DE NUEVO LAS UVAS DE ZEUXIS

Zeuxis pintaba protegiéndose con el brazo izquierdo contra las aves hambrientas. Pero estas llegaban incluso bajo su pincel apremiado a arrancar jirones de tela.

Se le ocurrió sostener, en su mano izquierda siempre, una antorcha que escupía una humareda negra, de las más espesas. Y sus ojos se nublaban, ya no veía, habría debido pintar mal, sus uvas no habrían debido ya evocar sea lo que fuere de terrestre, -¿por qué entonces las aves se abalanzaban más voraces que nunca, más furiosas, contra sus manos, sobre la imagen, llegando incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre el azul, el verde ambarino, el ocre rojo?

Se le ocurrió pintar en la oscuridad. Se preguntaba a qué podían parecerse esas formas que él dejaba agolparse, mezclarse, perderse, en el círculo mal cerrado de la cesta. Pero las aves lo sabían, las que se encaramaban sobre sus dedos, las que hacían con su pico en el cuadro desconocido el agujero que iba a encontrar su pincel en su avanzada menos rápida.

Se le ocurrió no pintar más, simplemente observar, a dos pasos frente suyo, la ausencia de algunos frutos que hubiera querido añadir al mundo. Unas aves revoloteaban a distancia, otras se habían posado sobre las ramas, junto a su ventana, otras sobre sus potes de color.


AQUELLA QUE INVENTÓ LA PINTURA

En cuanto a la hija del alfarero de Corinto, hace mucho que abandonó el proyecto de acabar de trazar con el dedo sobre el muro el contorno de la sombra de su amante. Recostada sobre su cama, de la que la bujía proyecta sobre el yeso la cresta fantástica de los pliegues de las sábanas, ella se vuelve, los ojos henchidos, hacia la forma que ha roto con su abrazo. “No, no te antepondré la imagen, dice ella. No te confiaré en imagen a los remolinos de humo que se acumulan a nuestro alrededor. No serás el racimo de frutos que vanamente se disputan las aves que llamamos olvido”.


ÚLTIMAS UVAS DE ZEUXIS

I

Zeuxis, pese a las aves, no llegaba a desprenderse de su deseo, ciertamente legítimo: pintar, en paz, algunos racimos de uva azul en una cesta.

Ensangrentado por los picos eternamente voraces, sus telas rasgadas por la terrible impaciencia, sus ojos quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores cada vez más espesos, donde se difuminaba el color, donde se dislocaba la forma, algo más que el color o la forma.

II

Se daba un respiro, a veces. Sentado a algunos pasos de su caballete entre los zorzales y las águilas y todas esas otras rapaces que se apaciguaban tan pronto dejaba de pintar e incluso parecían casi dormir, aletargadas en sus plumas, piando a veces vagamente en el olor a estiércol.

Reflexionaba: ¿cómo levantarse en silencio y aproximarse a la tela sin que el espacio bascule otra vez, de golpe, en el batir de alas y los innumerables graznidos roncos?

III

¡Y qué sorpresa por lo demás entrada esta tarde cuando, habiéndose puesto de pie de un salto, habiendo cogido el pincel, habiéndolo sumergido en el rojo -¡qué alboroto ya, generalmente, qué graznidos de ira!-, debió constatar, su mano temblando, que las aves no le prestaban atención alguna, esta vez.

Y eran uvas, no obstante, lo que comenzaba a pintar. Dos racimos, casi dos racimos enteros ahí donde ayer de nuevo los picos infalibles habían arrancado ya hasta la última de las fibras donde se hubiese cuajado un poco de color.

IV

Y, no obstante, ni siquiera esos racimos densos, una de esas artimañas con las que había ensayado, a veces, engañar al hambre del mundo. Así había esbozado, ¡ah, ingenuamente, por cierto! uvas rayadas de azul y rosa, otras cúbicas, otras en forma de dios Término ahogado en su gran barba. ¡En vano, en vano! Su proyecto ni siquiera tenía el tiempo de cobrar forma. La idea era devorada apenas surgía en el espíritu, era arrancada de su mano cuando intentaba llegar a la tela. Como si existieran en la inagotable naturaleza uvas estriadas, granos duros de seis caras que se arrojaran sobre la mesa, por un desafío al azar, racimos como estatuas de mármol para la delectación de las aves.

V

Pinta en paz, ahora. Puede hacer sus racimos cada vez más semejantes, apetitosos, puede cubrirlos con ese tierno vaho que hace resaltar tan agradablemente contra la paja de la cesta su oro irisado de gris y de azul.

Envalentonado, llega incluso a poner nuevamente racimos verdaderos cerca suyo, como antaño. Y un gorrión, un zorzal -¿es pues un zorzal?- llegan, por momentos, a encaramarse al borde de la cesta real, pero con un ademán los aleja, y estos ya no vuelven.

VI

Largas, largas horas sin nada más que el trabajo en silencio. Las aves han retomado frente a la casa sus grandes piruetas desde lo alto del cielo, y cuando pasan cerca de Zeuxis, que llega a pintar sobre la terraza, lo hacen con la misma indiferencia que si rozaran una mata de tomillo, una piedra.

Hubo una vez esta tropa reluciente de cotorras y abubillas que se congregó sobre las terrazas próximas, y gritó alto y fuerte lo que creyó ser cólera, pero instantes después, tras alguna decisión, tanto cotorras y abubillas como zorzales habían partido.

VII

Ah, ¿qué ha pasado? se pregunta ¿Ha perdido la noción de lo que es el aspecto de un fruto, o ya no sabe desear, o vivir? Es poco probable. Llegan visitantes, observan. “¡Que bellos racimos!”, dicen. Y aun: “Nunca has pintado unos tan bellos, tan semejantes”.

O bien, se dice otra ocasión, ¿ha dormido? ¿Y soñado? En el preciso momento en que las aves destrozaban sus dedos, comían su color, él habría estado sentado, cabeceando, en un rincón del taller sombrío.

Pero, ¿por qué ahora ya no duerme? ¿En qué mundo se habría despertado? ¿Por qué se arrepentiría, como se da cuenta que lo hace, de sus días de lucha y de angustia? ¿Por qué llega a desear dejar de pintar? ¿E incluso, que ya no exista pintura?

VIII

Zeuxis vaga por los campos, recoge piedras, las arroja, vuelve a su taller, toma sus pinceles, tiembla de cuerpo entero cuando un ave, rápida como una flecha, llega a tomar uno de los granos de la cesta. Espera entonces, va a la ventana, observa los grandes vuelos migratorios elegir un techo, allá lejos en la luz del atardecer, reduciendo a polvo azul el racimo del sol que declina.

Extraña, el ave que había venido a posarse ayer, al borde de esta misma ventana. Era multicolor, era gris. Tenía esos ojos de rapaz, pero por cabeza un agua calma donde se reflejaban las nubes. ¿Traía un mensaje? ¿O la nada del mundo no es más que esa bola de plumas que se erizan, cuando el pico busca entre ellas una pulga?

IX

Es algo como una charca, el último cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando ya declinaba hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante, calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus bordes vagamente dorados con la fantástica silueta que delínea en los ojos infantiles el racimo entre los pámpanos, sobre el cielo luminoso todavía del crepúsculo.

Frente a estas sombras claras otras sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano en el espejo, que se remueva ese agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se mezclan.


EL AUTORRETRATO DE ZEUXIS

Han encontrado el famoso retrato que Zeuxis había pintado al final de su larga vida. Ahí está sobre un cimacio, en esta galería de un traspatio de barrio pobre. Parece que Zeuxis no hubiera podido observar más que una parte de su rostro. La mitad izquierda falta pero no se trata de algo inacabado, más bien hay ahí como un abismo al borde del cual el pintor ha debido asomarse, con un nudo en la garganta a causa del vértigo; y si a su vez uno se aproxima a este abismo se ven muy abajo del borde que se desmorona y se resquebraja los magros arbustos que crecen en la ladera de la roca y grandes aves tristes que devoran sus bayas. Más abajo todavía, la agitación de un agua sin color.

Los visitantes se aproximan al abismo, observan un poco, prudentemente, después siguen su camino, en silencio. Paso por ahí, cuando llega mi turno, busco ojos en la inmensidad a ratos brumosa. La tumba de Zeuxis está en el pliegue de dos montañas, al otro lado de la quebrada. Con la ayuda de los lentes que nos ofrecen, pero que pocos aceptan, veo que desprendimientos de una piedra roja obstruyen a lo lejos el camino, que quedará entonces desierto para siempre. Solo las aves que Zeuxis ha pintado a media altura de la cornisa pueden llegar con grandes aleteos hasta el lugar donde él reposa ahora, para después volver a nosotros graznando en la galería demasiado estrecha, donde nos rozan y nos asustan.