LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

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LA GIGANTA (de Charles Baudelaire)




La géante, 1929
René  Magritte
Colonia, Museum  Ludwig
 Cuando Naturaleza con su vigor intacto,
concebía a diario cachorros monstruosos,
junto a una gran giganta quisiera haber morado,
como al pie de una reina un gato voluptuoso.

Y ver cómo al unísono florecen su alma y cuerpo
y crecen entre juegos libres y pavorosos;
descubrir si una umbría llama alberga su pecho
por las húmedas nieblas que nadan en sus ojos;

recorrer a placer esas formas magníficas;
trepar por la ladera de su inmensa rodilla,
y a veces, en verano, cuando el sol aplastante

le obliga sobre el campo a tenderse cansada,
indolente a la sombra de sus pechos tumbarme,
como aldea apacible al pie de una montaña.




EL MARCO (de Charles Baudelaire)



Lo mismo que un gran marco pone en una pintura,
aunque sea de un pincel muy alabado,
yo no sé qué de mágico, no sé qué de encantado,
al aislarlo en el acto de la inmensa Natura,

así la joya, el mueble, la alfombra, el decorado
se adaptaban precisos a su belleza rara,
sin la mínima mengua de su perfección clara,
pues todo para ella parecía creado. 

Hasta se hubiera dicho que ella misma creía
que era amada de todos y por todo; se hundía
voluptuosamente en la seda y el lino.

Y, lenta o brusca, era en cada movimiento,
según fuera el enfado o el mimo del momento,
infantil como un mono, cauta como un felino.




LA CUERDA ( de Charles Baudelaire)

El niño de las cerezas
Manet









































                                                                                                                                                        A Édouard Manet.

«Las ilusiones -me decía un amigo- son tan innumerables quizá como las relaciones de los hombres entre sí o de los hombres con las cosas.» Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento complicado, mitad pesar por la desaparición del fantasma, mitad agradable sorpresa ante la novedad, ante la realidad del hecho. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse, es el amor materno. Tan difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor. ¿No será, por tanto, perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y las palabras de una madre relativas a su hijo? Pues oíd, sin embargo, esta breve historia, en la que me he dejado engañar singularmente por la ilusión más natural.

Mi profesión de pintor me mueve a mirar atentamente las caras, las fisonomías que se atraviesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sacamos de semejante facultad, que hace la vida más viva a nuestros ojos y más significativa que para los demás hombres. En el barrio apartado en que vivo, que tiene todavía vastos trechos de hierba entre las casas, he solido observar a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que la de los otros, me sedujo desde el primer momento. Más de una vez me sirvió de modelo, y le transformé, ya en gitanillo, ya en ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar el violín del vagabundo, la corona de espinas y los clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabé por tomar gusto tan vivo a la gracia de aquel chicuelo, que un día fui a pedir a sus padres, unos pobres, que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bien y le daría algún dinero, y no le impondría más trabajo que el de limpiar los pinceles y hacer algunos recados. El niño, en cuanto se le lavó, se quedó hecho un encanto, y la vida que junto a mí llevaba lo parecía un paraíso en comparación con la que hubiera tenido que soportar en el tugurio paterno. Sólo tendré que añadir que el muñequillo me asombró algunas veces con crisis singulares de tristeza precoz, y que pronto empezó a manifestar afición inmoderada por el azúcar y los licores, tanto, que un día en que pude comprobar, no obstante mis repetidas advertencias, un nuevo latrocinio de tal género cometido por él, le amenacé con devolvérselo a sus padres. Luego salí, y mis asuntos me retuvieron bastante rato fuera de casa.

¿Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al volver a ella, lo primero que me atrajo mi vista fue mi muñequillo, el travieso compañero de mi vida, colgado de un tablero de este armario? Los pies casi tocaban al suelo; una silla, derribada sin duda de una patada, estaba caída cerca de él; la cabeza se apoyaba convulsa en el hombro; la cara hinchada y los ojos desencajados con fijeza espantosa me produjeron, al pronto, la ilusión de la vida. Descolgarle, no era tarea tan fácil como pudierais creer. Estaba ya tieso, y sentía yo repugnancia inexplicable en dejarle caer bruscamente al suelo. Había que sostenerle en peso con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso no estaba hecho todo; el pequeño monstruo había empleado un cordel muy fino, que había penetrado hondamente en las carnes, y ya era preciso buscar la cuerda, con unas tijeras muy finas, entre los rebordes de la hinchazón, para libertar el cuello.

Se me olvidó deciros que antes pedí socorro; pero todos los vecinos se negaron a darme ayuda, fieles así a las costumbres del hombre civilizado, que nunca quiere, no sé por qué, tratos con ahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas. Cuando, más tarde, tuvimos que desnudarle para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperado de doblar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar los vestidos para quitárselos.

Al comisario, a quien, como es natural, hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo «¡El asunto no está claro!», movido, sin duda, por un inveterado deseo y un hábito profesional de infundir temor, valga por lo que valiere, lo mismo a inocentes que a culpables.

Un paso supremo había que dar aún, y sólo de pensarlo sentía yo angustia terrible: había que avisar a los padres. Los pies se negaban a llevarme. Por fin tuvo ánimos. Pero, con gran asombro mío, la madre se quedó impasible, sin que brotase una lágrima de sus ojos. Achaqué tal extrañeza al horror mismo que debía de sentir, y recordé la máxima conocida: «Los dolores más terribles son los dolores mudos.» El padre se contentó con decir, con aspecto entre embrutecido y ensimismado: «¡Después de todo, así es mejor; tenía que acabar mal!»

Entretanto, el cuerpo estaba tendido en un sofá, y, con ayuda de una criada, ocupábame yo en los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi estudio. Quería, según indicó, ver el cadáver de su hijo. A la verdad, yo no podía impedir que se embriagase de su infortunio, ni negarle aquel supremo y sombrío consuelo. En seguida me pidió que le enseñara el armario de que se había ahorcado el niño. «¡Ah! ¡No, señora -le contesté-; le haría daño!» Y como involuntariamente se volviesen hacia el armario mis ojos, eché de ver con repugnancia, mixta de horror y de cólera, que el clavo se había quedado en el tablero, con un largo trozo de cuerda colgando todavía. Me lancé vivamente a arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y cuando iba a tirarlos por la ventana, abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y me dijo con voz irresistible: «¡Señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!»

La desesperación -así lo pensé - de tal modo la había enloquecido, que se enamoraba con ternura de lo que sirvió de instrumento de muerte a su hijo; quería conservarlo como reliquia horrible y amada. Y se apoderó del clavo y del cordel.

¡Por fin, por fin se acabó todo! Ya no me quedaba más que ponerme a trabajar de nuevo, con mayor viveza todavía que la habitual, para rechazar poco a poco aquel pequeño cadáver, que se metía entre los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me cansaba con sus ojazos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: una de inquilinos de la casa, otras de casas vecinas; una del piso primero, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente; unas en estilo semichistoso, como si trataran de disfrazar con una chacota aparente la sinceridad de la petición; otras de una pesadez descarada y sin ortografía, pero todas dirigidas a lo mismo, esto es: a lograr de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había, fuerza es decirlo, más mujeres que hombres; pero no todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He conservado las cartas.

Entonces, súbitamente se hizo la luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre insistió tanto para arrancarme el cordel y con qué tráfico se proponía encontrar consuelo.


Del poemario: El spleen de París



Nota
Tenía quince años. Alexandre -así se llamaba el adolescente discípulo de Manet y que fue el modelo para este cuadro- acabó suicidándose en el estudio que su maestro tenía en la calle Lavoisier poco después de que ambos mantuvieran una discusión. Manet había reprochado al joven su afición desmedida «por el dulce y sobre todo hacia el alcohol». Unas horas después, Manet halló su cadáver. Se había ahorcado con una cuerda de un saliente del armario.
Este episodio es el recogido por Baudalaire para su poema en prosa "La cuerda".





SOBRE “EL TASSO EN PRISIÓN” DE EUGÉNE DELACROIX (de Charles Baudelaire)




El poeta en prisión, con el pecho desnudo,
muy enfermo, sus versos pisotea nervioso,
y recorre con ojos que el terror ha inflamado
la escalera de vértigos donde su alma se abisma.

La embriaguez de las risas, invadiendo su cárcel,
tientan a su razón a lo extraño y lo absurdo;
lo rodea la Duda, y el ridículo Miedo,
multiforme y horrible, con su manto lo envuelve.

Ese genio cautivo en un antro malsano,
esas muecas y gritos, el enjambre de espectros,
torbellino que zumba sediciosos en su oído,

el horror que desvela al que sueña en prisión,
tu eres eso, Alma mía, la de sueños oscuros,
la que asfixia lo Real entre cuatro paredes.





(traducción Carlos Pujol)





LOLA DE VALENCIA ( de Charles Baudelaire)



Lola de Valence.
Edouard Manet, 1862
 (Para un retrato pintado por Edouard Manet)




Entre tanta belleza como la vista alegra,
comprendo, amigos míos, que vacile el deseo;
mas, entreabrirse en Lola de Valencia yo veo
el encanto imprevisto de una flor rosa y negra.

LOS FAROS (de Charles Baudalaire)



Rubens, río de olvido, jardín de pereza,

carnal almohada donde es imposible amar,

pero donde la vida emana su belleza

como el aire en el cielo y la mar en la mar.



Leonardo es un espejo de luz que no se nombra,

donde ángeles esbeltos, de sonrisa exquisita,

cargada de misterio, se ven bajo la sombra

de glaciares y pinos que el paisaje suscita.




Rembrandt, triste hospital, murmullo solamente,

con un gran crucifijo tan sólo decorado,

en donde la lacería es un rezo llorado

al que un rayo de sol traspasa de repente.




Miguel Ángel, los Hércules con increíbles músculos,

mezclados con los Cristos, seres para los miedos,

fantasmas poderosos que en los lentos crepúsculos

rasgaran sus sudarios con estirar los dedos.



Impudicias de fauno, iras de luchador,

tú, que supiste hallar del pillo la delicia,

corazón orgulloso en rostro de ictericia,

Puget, de los galeotes pálido emperador.



Wateau, de corazones ilustre carnaval,

que como mariposas vagan centelleando

en decorados donde lucernas de cristal

reflejan la locura de los que están danzando.




Goya, todos los monstruos, todas las pesadillas;

en aquelarres, fetos que se están cocinando;

viejas ante el espejo, y desnudas chiquillas

que tientan al demonio sus medias ajustando.



Delacroix, lago rojo, de ángeles malos lleno

por un bosque de abetos siempre verde, sombreado,

en donde, bajo un cielo gris, fanfarrias sin freno

pasan igual que un Weber apenas suspirando.




Estas blasfemias, estos llantos y maldiciones,

estos éxtasis, gritos, tedéum estremecido,

son un eco por mil laberintos venido,

que es como opio divino para los corazones.



Un grito que repiten mil y mil centinelas,

consigna por millares de voces transmitida

es un faro que alumbra sobre mil ciudadelas,

clamor de muchedumbre en un bosque perdida.



Porque es Señor, el sumo testimonio que pueda

ofrecer nuestra humilde, contrita dignidad:

este ardiente sollozo que por los siglos rueda

para morir al borde de vuestra Eternidad.

COMISIÓN DE SERVICIOS ( Jaime Siles)

En la orilla del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsay.
La arena de los mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Henri Fantin-Latour hizo su Breda
de Rimbaud, de Verlaine. De Baudelaire
era el foulard sonoro de la seda
que bordaba en el aire aquel vaivén.
De todo aquel momento solo queda
lo que pienso sentado en el andén
mientras el autobús me dice que sí queda
El Oro de sus cuerpos de Gauguin.
El oro de sus cuerpos en la acera
son balandros que flotan en mi sien.
Son un mástil, las velas, la carena,
los veloces tacones de sus pies.
Los veloces tacones de sus pies
son las medias que suben, las caderas,
el collar en el cuello, las hombreras
con el bolso en el brazo como bies.
En un escaparate reverbera
una figura que es y que no es
o de carne o de lienzo o de cera
o la Gala del pintor de Cadaqués.
He de tomar un autobús. Y un tren.
Y un avión. Y un barco, por el Sena,
deja en el agua escrita la carena
de las quillas que pasan por mi sien.
Soy el avión y el barco y soy el tren.
Soy esta sensación que me encadena
con la cabeza llena, llena, llena
de imágenes y ritmos en vaivén.
Para que entiendas todo tú también
te escribo esta postal. Tú no la leas.
Has de venir aquí para que veas
con tus ojos mis ojos: no te creas
que esta postal lo dice todo bien.
Si lo dijera todo, toma el tren.
Y, si no dice nada, una primera.
Y, si te dice algo, una litera.
Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven!, ¡ven!
Cenaré en la Embajada con las damas
y no en Maxim's. Te compraré Chanel.
No traigas camisones ni pijamas:
te cubriré de tinta y de papel.
Tengo en la mesa cinco telegramas,
dos despachos urgentes y, en la piel,
resueltos todos los crucigramas
del diluvio a la Torre de Babel.
Si me llamas, hazlo por la mañana
de seis a siete, no de nueve a diez.
Estoy aquí al pie de la ventana
esperando el télex color grana
cifrado sobre el tacto de tu tez.
No me digas la clave: sé que emana
de la combinación del diorama
de música, de labios y de cama
con la carne inventada cada vez.
Como las letras, si, del anagrama
del saturnio que somos, ama, ama
estos signos que sobre las semanas
de tu cuerpo militan como grama
de mi vegetación sobre el cuartel
de la memoria, que tendrá sus canas
-tu cintura, tu zinc, tu cronograma-
en las olas de todas las mañanas
de la espuma que fui sobre tu piel.
Escrito por los días en las granas
pestañas y pistilos y ventanas
de la vidriera virgen del papel,
el oro de tu cuerpo se derrama
en tacto, en tinta, en texto, en tez, en trama
sobre la lengua líquida que llama
con un rumor de ríos y de rama
la basa, el plinto, el fuste, el capitel
del gótico jinete que reclama
la enseña y la divisa de su dama,
los colores, la cinta, la retama
para el torneo y justo redondel,
combinación de música y de cama
con ese delicado diorama
que, bajo las enseñas de la grama,
gleichzeitig langsam und gleichzeitig schnell,
ejecuta en nosotros -pentagramas,
hiperbólicas sumas, cronoramas-
el vidriado Bolero de Ravel.
El ministro firmó. Una llamada
dice que el protocolo es de chaqué.
Toma el avión y tráeme, planchada,
la camisa de seda y, RESERVADA,
manda por la valija, bien lacrada,
la chequera, la Visa y tu corsé.
Acaba de llegar un telegrama
que dice que decreta una semana
el gobierno de fiesta. ¡Ven!, ¡ven, ¡ven!
El Oro de sus cuerpos es un falso
engendro tahitiano de Gauguin.
El Oro de tu cuerpo -also, also!-
el oro de tu cuerpo y tu vaivén,
tu ritmo de amazona y tu melena
abierta por el aire en una E.
La arena de tus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Son un mástil, las velas, la carena,
los balandros que flotan en mi sien.
Con los ojos llenos de gasolina
y del vapor del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quaid'Orsay.
Navegaré al compás de la bolina,
grímpolas en los estayes izaré.
Por tu carne -como una golosina,
un circuito de nata, un canapé-
navegará mi lengua submarina
las escotas, las jarcias, el bauprés
en el cock-tail de la carta marina
-entremeses, ahumados y terrina,
Gänsleber, caviar, Cháteau Sauternes
y, de postre, tarta de mandarina,
Peras Duquesa con hojaldre y miel
polvorones de almendra y espumosa
Viuda servida en copa. Minué
para ti, mandarina de la China.
Para ti, mi Duquesa, este proel
ha trazado tu mapa turmalina
en la tenue tinta mortecina
de la luz que le pone en la retina
el oro de tu cuerpo y de tu piel.
En esta sala sola, sin salida,
donde la craquelada simetría
que veo dibujada en el pincel
del oro de tu cuerpo y no en la guía
del museo, ni en la idolatría
de los lejanos mares ni en Gauguin,
me hacen saber que la soberanía
del territorio está en la monarquía
de la carne del cuerpo de la vida
y no en el bronce pensante de Rodin.
En el agua del Sena a mediodía
los paquebotes abren una vía
a la que el tiempo pone un cascabel.
El sonido que huye deja herida
no tanto el aire como sí la vida,
no tanto el agua como sí la piel
de este caballo que se me desbrida
por el raíl de la melancolía
que en un ritmo de imágenes desvía
la cortina y la saca del riel.
Ese grisú de gas de cada día
es el que quiero hoy para el pincel:
no la nata montada ni la fría
ordenación de la caballería
en un desfile militar. Plein air!
La dotación de mi artillería
no dispara sus salvas, sino envía
la munición contra la batería
del tiempo atrincherado en el cuartel
de la memoria y del mediodía
que soy en este instante de mi vida
ante este cuadro. Junto al Quai D'Orsay
quiero que sepas que no sé si sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce. ¿Quién, cuál, qué
quedará en la orilla junto al Sena:
si tú, si yo, si el barco o la sirena.
Pero esto -sólo esto- sí lo sé:
tu ritmo de amazona, tu melena
abierta por el aire en una E.
La arena de tus mares suena, suena.
La arena de tus mares son los pies
que sostienen el ritmo del poema
con el mismo fulgor de diadema
que las manos sostuvieron el pincel.
¿Qué importa que Gauguin ya no lo vea,
si la imagen es centro de la idea
y, en la idea, respira aquel vaivén?
El oro de sus cuerpos en la acera
es la inmovilidad de la tijera
que nos corta y recorta en el andén.
Para inmovilizar esa sirena
que oigo en las márgenes del Sena,
quiero el oro de tu cuerpo yo también.
Ya ves que todo es una cadena
de símbolos, y suena, suena, suena
el codaste, la cofa, la carena
de la turgente urgencia de tu piel.
En este mediodía junto al Sena
la tijera que corta la cadena
me ha dejado escrita en el papel
toda la carta que es este poema
y, en el aire, abierta la melena,
tu nombre resumido en una E.
Tu nombre como una diadema
que destella en la ele de tu Ela
mientras no sé si viene o vuelve o vuela
este tan kilométrico poema
pintado por un mástil sin su vela
en el agua del Sena en Quai D'Orsay.
Hazme caso: no quiero que lo leas.
Has de venir aquí para que veas
con tus ojos mis ojos: no te creas
que este poema lo dice todo bien.
Si lo dijera todo, toma el tren.
Y, si no dice nada, una primera.
Y, si te dice algo, una litera.
Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven, ¡ven!
Arroja al fuego esta postal-poema.
Yo sé que mis jazmines en tu gema
son el mejor salón que tiene el tren.
El tren es lo que corta la tijera.
Y el oro de tu cuerpo en la acera,
la única razón para mi espera
sobre el gres, gris de nieve, del andén.
Por eso, mientras vienes, mientras llegas,
construyo este edificio, esta quimera
de palabras que trazan la frontera
en el tiempo que soy sobre el papel
con la tinta de tantas noches ciegas
de leer en tu cuerpo la primera
sombra de luz y página de cera
del día que, en su día, vio Gauguin.
Sobre la margen gélida del Sena,
tahitiana miniada, niña buena,
bailaremos sin fin un minué
antes de que la muerte -la tijera
que recorta las sombras en la acera-
nos deje sin la la vida y sin vaivén.
Antes de que te hagan prisionera
los faros y la niebla y la fea
escala en el viaje a la vejez;
antes de que seamos anagrama
del telegrama que fuimos una vez;
antes de todo eso, ama, ama,
mandarina, duquesa, tú, mi dama,
este vagón que somos y este tren
que correrá por las mañanas granas,
por los años, los días, las semanas
y dejará, en las estaciones canas,
grises gotas de grasa en el andén.
Grises gotas de grasa dicen: «Ven, ven
por los años, los días, las semanas,
Por el coral pezón de las mañanas
y el traqueteo zíngaro del tren».
Tiene la luz vegetación de alas,
cromatismo de olas, hilos, balas
disparadas al aire. ¿Contra quién
nos herirán los aros de las horas,
los relojes de arena, las auroras
y el sonido del zinc en esta sien?
En esta sien donde una caracola
la sucesión del mar tiene, y de ola
que bate en nieve púrpura tu piel.
Tu piel y tu clavel y tu corola
que pinto sobre el lienzo solo, sola
mientras en la memoria la moviola
del Danubio como una pianola
de címbricos corales en vaivén
me deja en las esloras de las horas
las espuelas y espinas, amapolas
del oro de tu cuerpo y de tu piel
en una floración del rompeolas
de las bombas, fusiles y pistolas
que el tiempo pone dentro de mi sien.
Contra esos misiles de las horas,
contra esos proyectiles, el proel
que he sido por el mar de las auroras
de la página, la tinta y el papel,
dispara hoy las cargas niqueladas,
los torpedos, obuses y granadas
que defienden tu carne cincelada,
el oro de tu cuerpo y la nevada
acuarela de líquenes pintada
que dejaron mis días sobre él.
El Oro de sus cuerpos de Gauguin
se resume en una pincelada:
es el pigmento, el punto, la mirada
que inmoviliza el tiempo en el pincel.
Como él, como tú y como cada
cuerpo que se termina y que resbala
por la página que somos, el papel
de la vida devuelve, bronceada,
la trayectoria roja de la bala
y el recorrido terso de la piel
en fuego graneado que dispara
sobre la posición de nuestra nada
la memoria -el único cuartel
que, dentro de la luz erosionada
por la ceniza del color, prepara
una ventana que no tiene dintel,
una coma conífera y un ala
donde la trayectoria de la bala
y el recorrido terso de la piel
se articulan en una sola sala
que la luz en instantes acristala
en un juego de espejos en vaivén,
donde la coma se convierte en ala,
el ala en bala, y la bala en
la munición que el tiempo nos dispara
en fuego graneado que no para
de recorrer el oro de la piel.
El oro de la piel no para; para
el pintor, y la mano, y el pincel,
pero no la pintura ni el verano
ni la música que es su carrusel.
Lo que detiene el tiempo de la mano,
lo que detiene el cuadro de Gauguin
es el aire que pasa por el vano
del instante que pasa por la piel.
La cordillera del amor humano
está sobre los límites del plano
que, en la aceleración de su aeroplano,
nos inventa la carne cada vez.
El altímetro que mide lo lejano
reduce al escorzo de este plano
la intensidad que fuimos una vez.
Veo cúpulas de todos los veranos,
brújulas, hemisferios, meridianos
escritos en el cuadro de Gauguin.
Y veo la distancia de mis manos
y siento la distancia del vaivén.
El que yo fui tiene color lejano,
ceniza encima, el cuerpo tatuado
por el color del oro de tu piel.
Lo que el tiempo me deja entre las manos
es el color de todos los veranos
en la Gare Saint-Lazare de Claude Monet.
En la Gare Saint-Lazare de Claude Monet
los colores resultan tan lejanos
como lo son también los meridianos,
los hemisferios y las mismas manos
en la distancia que divide al quien.
El quien es dividido por lejanos
colores de veranos y de planos
que vemos reunirse en el andén
un día del otoño cuando vamos
al museo del mundo y lo miramos
como un viajero desde el tren
mira los puntos que le son lejanos
e imagina los montes y los llanos
y entra en un túnel y sale a un terraplén.
Así también nosotros nos quedamos
con el olor de todos los veranos
disueltos en el oro de la piel
y tomamos aviones, hidroplanos,
globos-sondas, cohetes y llegamos
no al corazón de zinc de los veranos
disueltos en el oro de la piel,
sino al falaz y turbio mecanismo
que devuelve las balas de uno mismo
repetidas en salvas de papel,
en las que el frenesí de los seísmos
se queda convertido en solipsismo
de la emoción que abre los abismos
y nos deja a un lado del arcén.
Por eso digo que nosotros mismos
somos reflejos de los espejismos
como el poema lo es de este papel
de este papel que me condena al istmo
de la península de un silogismo
de imágenes y ritmos en vaivén.
La arena de sus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Son un mástil las velas, la carena,
los balandros que flotan en mi sien.
En el agua del Sena a mediodía
los paquebotes abren una vía
a la que el tiempo pone un cascabel.
El sonido que huye deja herida
no tanto el aire como sí la vida,
no tanto el agua como sí la piel
de este caballo que se me desbrida
por el raíl de la melancolía
que, en un ritmo de imágenes, desvía
la cortina, y la saca del riel.
Ahora que soy aún mi todavía,
ahora que soy aún y que no sé
si el autobús me lleva a la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsay;
ahora que soy aún el que te mira,
ahora que soy aún el que te ve,
ahora que todavía nos admira
El Oro de sus cuerpos de Gauguin;
ahora que aún ardemos en la pira,
ahora que aún el vértigo es un bien,
ahora que la carne aún delira,
imitemos al mundo en su vaivén.
Con el lujo de goces de la China,
con El Oro de sus cuerpos de Gauguin
he trazado una mapa turmalina
en la tenue tinta mortecina
de la luz que me pone en la retina
el oro de tu cuerpo y de tu piel.
Los dioses griegos y todos los latinos,
los de Acadia, Sumeria e Israel,
los hititas, egipcios y triestinos,
y el Atlántico, donde mojas tus pies,
darán su bendición a este poema
escrito en el estribo de la E
de tu nombre, tu piel y tu melena
por el aire que suena, suena, suena
con imágenes y ritmos en vaiven
sobre la sucesión de la cadena
de símbolos que pasan por el Sena
como cuchillas pasan por mi sien.
Como las quillas pasan por el quien,
así también el túnel nos espera
en la cartografía que encadena
gotas grises de grasa en el andén.
Gotas grises de grasa dicen «¡ven!, ¡ven!»
En carne o voz o página de cera
quiero llegar hasta la noche ciega
que -mientras viene o va o vuelve o llega-
nos salva del metal de la tijera
y nos lleva, en tu gema, por el tren.
Para inmovilizar esa sirena
que oigo en las márgenes del Sena
quiero el oro de tu cuerpo yo también.
El oro de tu cuerpo es el tesoro
que bato cuando fundo, fijo, doro
el territorio todo de tu piel.
En la orilla del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsily.
La arena de tus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Contra el tiempo que hace este poema
contra el tiempo que hace que no es,
ante ti, mandarina de la China,
ante ti, mi Duquesa, este proel
ha trazado el mapa turmalina
en la navegación a la bolina
que disuelve la luz y difumina
sobre el texto del tacto de tu piel
la visión que se me rebobina
en la sesión de cine vespertina
con el lápiz de labios más cruel.
Con los ojos llenos de gasolina
he leído el espacio: una Menina
de Velázquez. Y el tiempo -coronel
de la muerte- me dio, como propina,
el gimnosperma poema de tu piel.



Del poemario "Música de agua" 1983, Ed: Visor
Cuadros:  "Régates a Argenteuil" de Claude Monet; "El Sahara" de Gustave Guillaumet; "Un Rincon de mesa" Henri Fantin-Latour; "El oro de sus cuerpos" de Gauguin