Con color de crepúsculo la nave que se rinde
parece, en la pesada soledad del regreso,
un anciano del mar que se apoya en un niño.
Herido el flanco de oro por la sal de los viajes,
vuelve a la vasta tierra que la engendró entre incendios,
al surtidor de hierro de las minas sombrías,
a los altos pinares que le dieron sus mástiles.
Pasó con arrogancia sobre hurañas corrientes,
recibió, como un árbol, los cielos y los pájaros,
unió blancas orillas que jamás podrán verse
y aún recuerdan sus velas cosidas las tormentas,
las raíces del cielo, las luminosas manos.
Un rostro se trasluce bajo este viaje extremo,
el de un inglés que mira hacia brumosas playas
e interroga los surcos que, con rejas, el tiempo
traza sobre las nubes, los llanos y las almas.
Es un triunfo este viaje del barco hacia la muerte.
El Temerario, guiado por ruidosos vapores,
deja atrás aguas de héroes y de piraterías,
ensenadas de espectros, noches que Joseph Conrad
contará para siempre. Británicas pasiones
donde el planeta entero no es más que un reino de agua
que surcan desafiantes, indomables muchachos,
aros de oro en los lóbulos sobre las negras barbas,
sables que empuñan manos curtidas por los vientos,
corazones violentos como el mar. Atrás quedan.
Y el Temerario tiembla, en silencio, agitando,
eterno, en una atmósfera de orgulloso cansancio,
las rojas aguas últimas.
(Joseph Mallor William Turner - El Temerario Remolcado 1838)