LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

RETRATO DE POETA -Fray H. F. Paravicino, por El Greco- (de Luis Cernuda)







A Ramón Gaya



¿También tú aquí, hermano, amigo,
maestro, en este limbo?¿Quién te trajo,
locura de los nuestros, que es la nuestra,
como a mí?¿O codicia, vendiendo el patrimonio
no ganado, sino heredado, de aquellos que no saben
quererlo?Tú no puedes hablarme, y yo apenas
si puedo hablar. Mas tus ojos me miran
como si a ver un pensamiento me llamaran.

Y pienso. Estás mirando allá. Asistes
al tiempo aquel parado, a lo que era
en el momento aquel, cuando el pintor termina
y te deja mirando quietamente tu mundo
a la ventana: aquel paisaje bronco
de rocas y de encinas, verde todo y moreno,
en azul contrastado a la distancia,
de un contorno tan neto que parece triste.

Aquella tierra estás mirando, la ciudad aquella,
la gente aquella. El brillante revuelo
miras de terciopelo y seda, de metales
y esmaltes, de plumajes y blondas,
con su estremecimiento, su palpitar humano
que agita el aire como ala enloquecida
de mediodía. Por eso tu mirada
está mirando así, nostálgica, indulgente.

El instinto te dice que ese vivir soberbio
levanta la palabra. La palabra es más plena
ahí, más rica, y fulge igual que otros joyeles,
otras espadas, al cruzar sus destellos y sus filos
en el campo teñido de poniente y de sangre,
en la noche encendida, al compás del sarao
o del rezo en la nave. Esa palabra, de la cual tú conoces,
por el verso y la plática, su poder y su hechizo.

Esa palabra de ti amada, sometiendo
a la encumbrada muchedumbre, le recuerda
cómo va nuestra fe hacia las cosas
ya no vistas afuera con los ojos,
aunque dentro las ven tan claras nuestras almas;
las cosas mismas que sostienen tu vida,
como la tierra aquella, sus encinas, sus rocas,
que estás ahí mirando quietamente.

Yo no las veo ya, y apenas si ahora escucho,
gracias a ti, su dedo adormecido
queriendo resurgir, buscando el aire
otra vez. En los nidos de antaño
no hay pájaros, amigo. Ahí perdona y comprende;
tan caídos estamos que ni la fe nos queda.
Me miras, y tus labios, con pausa reflexiva,
devoran silenciosos las palabras amargas.

Dime. Dime. No esas cosas amargas, las sutiles,
hondas, afectuosas, que mi oído
jamás escucha. Como concha vacía,
mi oído guarda largamente la nostalgia
de su mundo extinguido. Yo aquí solo,
aún más que lo estás tú, mi hermano y mi maestro,
mi ausencia en esa tuya busca acorde,
como ola en la ola. Dime, amigo.

¿Recuerdas?¿En qué miedos el acento
armonioso habéis dejado?¿Lo recuerdas?
Aquel pájaro tuyo adolecía
de esta misma pasión que aquí me trae
frente a ti. Y aunque yo estoy atado
a prisión menos pía que la suya,
aún me solicita el viento, el viento
nuestro, que animó nuestras palabras.

Amigo, amigo, no me hablas. Quietamente
sentado ahí, en dejadez airosa,
la mano delicada marcando con un dedo
el pasaje del libro, erguido como a escucha
del coloquio un momento interrumpido,
miras tu mundo y en tu mundo vives.
Tú no sufres ausencia, no la sientes;
pero por ti y por mí sintiendo, la deploro.

El norte nos devora, presos en esta tierra,
la fortaleza del fastidio atareado,
por donde sólo van sombras de hombres,
y entre ellas mi sombra, aunque está en ocio,
y en su ocio conoce más la burla amarga
de nuestra suerte. Tú viviste tu día,
y en él, con otra vida que el pintor te infunde,
existe hoy. Yo ¿estoy viendo el mío?

¿Yo? El instrumento dulce y animado,
un eco aquí de las tristezas nuestras.