LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

EL RAPTO DE SULEIKA. ESCUELA HOLANDESA, FINES DEL SIGLO XIX (de Hans Magnus Enzesberger)





Un hombre pequeño, gris y encorvado, con un vaso en la mano,
se inclina poco antes de Semana Santa sobre la baranda de hierro
de su casa en Prinsengracht, de espaldas a la calle,
como si ésta fuera un océano. El aliento de ginebra
flota sobre la escalera también pequeña, gris y encorvada.
Bebe más de lo que conviene a un pintor;
y entre sorbo y sorbo, mirando de soslayo
y haciendo chistes sobre su propia edad, Salomon Pollock
le cuenta a una joven musulmana, sin cuyos ojos entornados
no puede vivir, todo lo relacionado con su cuadro,
al cual, borracho o no, no le quita la vista.

A la izquierda, dice, verás El Rapto de Suleika. 
Aquí, detrás del alto muro, en el jardín,
bajo palmeras y mimosas, junto a la fuente,
donde lirios enormes despiden su aroma; blanca,
inocente, embriagante, lasciva (es increíble cómo
han crecido estas flores), aquí, belleza mía,
se recuesta la hija del sultán, engalanada de perlas
y dátiles, adornos propios de la lujuria y la magnificencia.
La oscura mano de un eunuco mueve un abanico. Hasta que,
al fin, polvoriento y errante,
se le presenta un porteador
que se identifica como príncipe
por su talismán de verde jaspe
y su halcón amaestrado que le acompaña.

Los Viejos Maestros... créeme, no existen.
¡Si lo sabré yo! Durante treinta años
he sido de aquéllos que todo lo saben hacer:
mitad alquimista y mitad ebanista.
Nadie me superaba como restaurador.
El mundo es testigo de mi meticulosidad
y mis cuidados, a base de resina, cera y saliva,
en Paraísos Perdidos, Vírgenes, Naufragios, Juicios Finales,
persas, flamencos y florentinos,
recuperando cosas que nunca existieron
con mi lanceta, mi esponja y mi espátula:
fiel falsificador, cuyo pan de cada día
era el pasado, un pasado hecho por mí mismo,
la niña de mis ojos, lo mejor que se puede esperar.
Ahí está, a la vista de todos, expuesta en el Rijksmuseum,
un fraude sublime y conmovedor, una maravilla
del mundo, piadosa chapucería.

Aquí, en el centro, está La Fiesta del Beduino. 
Noche de desierto, resplandeciente de lanzas
y escopetas y del oropel
de bailarinas orientales, sus aretes de oro tintineando
al compás de tambores y címbalos.
El jinete sobre el pinto corcel
bajo la luz de las antorchas
es el hijo del emir. La mujer que trae en sus brazos
es su presa, semidesnuda, medio envuelta en muselinas.
Cuentan que los dientes de ella centellean como granizos,
que sus labios son más rojos que la cornalina,
que su aroma es el del aloe, del ámbar, del nardo
y la canela. Eso es lo que cuentan.
Los caballos relinchan, y se realiza la boda
en medio de los gritos de los guerreros.

Con ojos vendados, palpando la madera de los marcos,
tanteando el barniz, arañando las grietas del lienzo
con mis dedos de rayos X: yo era infalible.
Cuando al fin veas la pieza,
limpia, rejuvenecida, remendada, resplandeciente
—tras frotarla, enmasillarla, retocarla,
ángel mío, con estas manos— encontrarás
en una esquina un diminuto cuadrado sin retocar,
que exhibe la inmundicia de los siglos,
la confusión, el siempre imperfecto remordimiento
de la posteridad, que no conoce redención.
Solía yo pasar horas y horas
reflexionando sobre este oscuro remanente,
que me delata a mí y a mis manipulaciones.

Y finalmente, a la derecha, está La Venganza.
Observa las largas sombras de los jinetes
a la luz de la mañana, y el pabellón del gran visir
que se destaca contra las almenas de la ciudad.
Contempla los buitres que vuelan en lo alto,
las ratas almizcleras en los matorrales, y los camellos
rumiando serenamente a la orilla del camino.
Contempla al verdugo con un turbante negro,
envainando la espada, y más allá
la cabeza cortada en la empalizada. ¿La ves?
¿No ves al sultán en su palanquín, distraído,
sonriente, abriendo confiado
el libro envenenado?

Fue así como abandoné el arte de la simulación
y resolví pintar «yo mismo». ¿Sabes
lo que significa pintar uno por su cuenta? A veces
no me conozco a «mí mismo». Soy de pacotilla.
Me tiembla la mano. No es la ginebra.
No es la fama. Es la historia
con su interminable farsa y doblez.
Ella me inventa a mí, y yo a ella.
Es una eterna contienda. Así es.
Yo, Salomon Pollock, decorando las paredes
con un Oriente inventado de la nada.
Un pintor de salón. Sí, mi odalisca,
espero que ahora te percates
de la elocuencia de mis mentiras. La verdad,
esa ventana oscura allá en un rincón,
la verdad es muda.