Diana y una ninfa sorprendidas por un sátiro. Van Dyck, (1622-1627), Museo del Prado, Madrid
El pastoso verdor de la floresta
hace la luz más rubia y en la fuente
el azul resplandece. Vela el aire
una gasa sutil que difumina
perfiles y contornos, devolviéndoles
esa irrealidad de todo sueño.
Su celeste hermosura rescatada
de toda imperfección.
Y cristalina
la carne se columbra, esplendorosa,
en escorzo imprevisto. Todo asombro
para este semidiós de pies de chivo
extático y ardiente, ya atrapado
en su mirar que es llama, llama él mismo,
incontenible, audaz, vertiginosa.
La realidad pujante se desvela
en suavísimos tonos, y él, atento
tan sólo a su deseo, a la belleza
que contempla feliz, ni aún acierta
a ocultarse entre ramas.
Ya se inicia
la fuga de la diosa, y sólo un gesto,
que intenta ser de miedo y casi es gozo,
delata su sorpresa. Inutílmente
quieren velar sus manos, con un torpe
además impaciente, su belleza,
Que mientras más se cubre, más descubre.