Algo hay en los labios de esta joven señora,
algo en el malicioso asombro de sus ojos,
cuyo leve estrabismo nos propone
el absorto estigma de los elegidos,
algo en su resuelto porte entre andaluz y toscano
que me detiene a mitad del camino
y sólo me concede ocasión de alabarla
desde la reverente distancia de estas líneas.
No esconden bien el fuego de sus ensoñaciones,
el altivo porte de su cabeza alerta,
ni el cuello erguido preso en la blanca gorguera,
ni el enlutado traje que se ciñe a su talle.
Tampoco el aire de duelo cortesano
consigue ocultar el rastro de su sangre Valois
mezclado con la turbia savia florentina.
La muerte ha de llevarla cuando
cumpla treinta años. Diez hijos dio a su esposo
el Duque de Saboya. Fue tierna con su padre
y en Turín siguió siendo una reina española.
Torno a mirar el lienzo que pintó Sánchez Coello
cuando la Infanta aún no tenía dieciocho años
y me invade, como siempre que vengo a visitarla
a este rincón del Prado que la guarda
en un casi anónimo recato, un deseo insensato
de sacarla del mudo letargo de los siglos
y llevarla del brazo e invitarla a perdernos
en el falaz laberinto de un verano sin término.
(del poemario "Crónica regia y alabanza de un reino" Ed: Cátedra, 1985)