LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

ENSAYO. Tres cuadros del vino (de José Ortega y Gasset)

Capítulo I. Vino divino

   Escultura, Pintura y Música que parecen artes tan ricas, viven, en realidad, sometidas a girar dentro de un zodiaco de temas eternos. Los artistas geniales no amplían el haber tradicional de asuntos y motivos, el hombre que muere, la mujer que ama, la madre que sufre, etc.; antes al contrario, manifiestan su vigor estático limpiando aquellos temas de la costra baladí y grosera que sobre ellos han ido depositando los malos artistas y volviendo a ponerse delante, en su original simplicidad, la gémula iridiscente.
   Las gentes frívolas piensan que el progreso humano consiste en un aumento cuantitativo de las cosas y de las ideas. No, no, el progreso verdadero es la creciente intensidad con que percibimos media docena de misterios cardinales que en la penumbra de la historia laten convulsos como perennes corazones. Cada siglo al llegar, trae apercibida una sensibilidad peculiar para algunos de estos problemas, dejando a los otros como olvidados o acercándose a ellos toscamente. 
   De la misma manera unos hombres se hallan dotados de un órgano visual sumamente delicado, y es el mundo para ellos un tesoro de magnificencias luminosas, mientras sus oídos ignoran toda armonía.
 Por esto, aquellos temas primarios del arte pueden servirnos como confesionarios de la historia. Al enfrentarse con ellos cada época y ensayar su interpretación, declara las últimas disposiciones, la contextura radical de su ánimo. Y eligiendo un tema, persiguiendo las variaciones que en la Historia del Arte ha sufrido, vemos dibujarse la fisonomía moral de las edades, que vienen y pasan vertiginosas con una virtud que les da vida y una limitación que les va matando a modo de un asta que llevaran hincada en el flanco.
   Vagando por el Museo del Prado bajo la tibia luz blanca que se vierte por las vidrieras, me he detenido casualmente ante tres lienzos: uno es la Bacanal, de Tiziano; otro, la Bacanal de Poussin; otro, los Borrachos, de Velázquez. Estas tres obras de tan disidentes artistas coinciden en el tema, son diversas soluciones estéticas a este tragicómico problema: el vino.
   Un problema cósmico es el vino. ¿Os reís de que me parezca el vino un problema cósmico? No es extraño, pero esas sonrisas me dan la razón. Es un problema tan grave el del vino, tan verdaderamente cósmico, que nuestra época no ha podido pasar junto a él sin darle su atención y resolverlo a su manera. Sí, nuestra época ha tomado también posición frente al problema del vino, una posición higiénica. Ligas, legislaciones, impuestos, trabajos de laboratorio... ¿Cuánta actividad y preocupación no va hoy incluida en esta palabra: alcoholismo?
   Un problema cósmico es el vino. Yo también sonrío: la época en que vivo es como tibor chino donde ha ido creciendo mi corazón, donde se ha deformado, y a los grandes secretos del cosmos reacciona según los gestos al uso. La solución que mi edad ofrece al tema del vino es el síntoma del prosaísmo, de su hipertrofia administrativa, de su enfermizo prurito por la previsión y el burgués acomodo, de su total carencia de esfuerzo heroico. ¿Quién tiene hoy mirada tan penetrante para ver a través del alcoholismo, -una montaña de papeles impresos cargados de estadísticas- la simple imagen de unos pámpanos lascivos retorciéndose y unos anchos racimos que el sol traspasa con sus saetas de oro?
   Pero no seamos pretenciosos, nuestra interpretación del vino es una, entre muchas posibles, y es de todas, la más joven. Antes, mucho antes de que el vino fuera un problema administrativo, fue el vino un dios.
   Nosotros tenemos el mundo metido en cajones, somos animales clasificadores. Cada cajón es una ciencia y en él hemos arrojado un montón de esquirlas de la realidad que hemos ido arrancando a la ingente cantera maternal: la Naturaleza. Y así, en pequeños montones, reunidos por coincidencias, caprichosas tal vez, poseemos los escombros de la vida. Para lograr este tesoro, exánime tuvimos que matarla.
   El hombre antiguo, por el contrario, tenía ante sí, el cosmos vivo, articulado y sin escisiones. La clasificación principal que parte el mundo en cosas materiales y cosas espirituales no existía para él. Dondequiera miraba veía sólo manifestaciones de poderes elementales, torrentes de energías específicas creadoras y destructoras de los fenómenos. El fluir del agua no era el rodar de gotas sobre gotas, era una manera de vivir peculiar a las divinidades fluviales. EL día era un ser presupuesto a la faena magnífica de incendiar periódicamente los campos, y la noche una fuerza restauradora que hacía a los muertos revivir.
   Pues bien, en aquel mundo de una pieza presentaba el vino como un poder elemental. Los granos de uva parecen tumorcicos de luz; mantienen condensada una fuerza extrañísima que se apodera de hombres y animales y los conduce a una existencia mejor. El vino da brillantez a las campiñas, exalta los corazones, enciende las pupilas y enseña a los pies las danzas. El vino es un dios sabio, fecundo y danzarín.
   Dionysos, Baco, son un rumor de fiesta perpetua que cruza como un viento caliente las hondas selvas vivas.


Capítulo II. La Bacanal de Tiziano





























   No creo que haya cuadro en el mundo tan optimista como éste. Es un rellano que se hace junto a la ladera de un montecillo. Unos árboles amenizan el lugar: tras ellos un mar de color ultramarina, de aguas densas e inmóviles. Una nave lenta se desliza.
   El cielo, de azul intenso, con una nube blanca en medio, es el personaje principal; en él se destacan los árboles, el montículo, brazos y cabezas de algunas figuras, y cuanto de él es tocado queda libre de las penalidades materiales.
   Hombres y mujeres han escogido este apacible rincón del universo para gozar de la existencia; son unos hombres y mujeres que beben, ríen, hablan, danzan, se acarician y duermen. Todas las funciones biológicas parecen aquí dignificadas y con idénticos derechos. En medio casi del cuadro, un niño alza su camisilla y realiza sus menesteres menores.
   En el vértice de la loma, un viejo, desnudo, toma un baño de sol, y, en primer término, a la derecha, Ariadna, desnuda y blanca, se despereza dormida.
   Este cuadro podría llamarse de otra manera más expresiva, podría llamarse lo que es en verdad: el triunfo del momento.
   De un instante a otro instante vamos por la vida dando tumbos; de ellos, nos son unos indiferentes, los dejamos pasar como vemos fluir un río gigantesco. Otros nos traen dolores: son como punzadas y pinchazos en nuestro corazón, ¿qué hacer? Solemos decir un ¡ay de mi! Y empujamos el instante lejos de nosotros, lo repelemos, lo aniquilaríamos si pudiésemos, para que jamás volviera. Pero hay momentos sublimes en que nos parece coincidir con todo el universo, nuestro ánimo se expansiona y virtualmente abarca el horizonte y somos una misma cosa con cuanto nos rodea, y nos percatamos de una súbita armonía que gobierna las cosas; es el momento del placer, es como la cima de la vida y su integral expresión.
   Y entonces unas manos espirituales se alzan en nuestro espíritu y se agarran al instante y pugnan por retenerlo. Mejor aún: de un brinco nos lanzamos dentro de ese instante que pasa veloz, decididos a entregarnos a él sin reservas ni suspicacias, como si el minuto placentero fuera una de aquellas naves venturosas que Homero atribuye a los feacios, naves que, sin timón, ni piloto, conocen ciertas los caminos del mar.
   Uno de estos momentos ha pintado Tiziano. Estas gentes viven en una ciudad y allí padecen los tormentos de la existencia concreta: tienen ambiciones insaciables, sufren privaciones, desconfían mutuamente de sí, les acongoja el sentimiento de la propia limitación y se miran con ojos torvos los unos a los otros. Pero un día van al campo: es blanda la brisa, el sol dora el polvillo atmosférico y pone azules sombras bajo las ramas frondosas. En esto alguien trae ánforas y unas jarritas de plata y oro labradas delicadamente. Dentro de estos recipientes brilla el vino. Beben. La tensión histérica de los ánimos cede, las pupilas se van poniendo incandescentes, las fantasías se incorporan en las celdillas cerebrales. La verdad es que la vida no es de tan adversa condición, que los cuerpos humanos son bellos sobre un fondo campestre de oro azul, que las almas son nobles, agradecidas y aptas para comprendernos y replicarnos. Beben. Parece como si dedos invisibles tejieran nuestro ser con la tierra, el mar, el aire, el cielo, como si el mundo más bien fuera un tapiz y nosotros figuras de ese tapiz, y los hilos que forman nuestro pecho siguieran más allá de este y fueran los mismos que hacen la materia de aquella nube radiante. Beben. ¿Qué tiempo llevan aquí?
   Vagamente recuerdan que hay una ciudad y que hay dolores y que hay cambios, desapariciones y fenecimientos. Les parece que llevan aquí siglos y que eternamente permanecerán aquí y que eternamente un rayo solar herirá el anca de este jarro argentino sembrador de destellos. Como un objeto de elasticidad ilimita- da, el momento se ha ido estirando y alcanza de un lado y de otro los vagos confines del tiempo. Esta voluntad de eterna perduración que yace en el fondo de toda hora de placer ha servido a Nietzsche para distinguir los valores verdaderos, las nuevas tablas de lo bueno y de lo malo. Así dice en los famosos versos:

El dolor dice: ¡Pasa!
¡Quiere el placer, en cambio, eternidad,
quiere profunda eternidad!

   Estas gentes que beben se han ido desnudando, para sentir la caricia de los elementos sobre la piel tibia, tal vez por un secreto ímpetu y deseo de fundirse más con la naturaleza. Y a poco más que escancian, advierten con rara clarividencia, patentes ante su percepción, los últimos secretos del cosmos, los módulos creadores de todas las cosas. Estos misterios son los ritmos. Ven que la escena es una masa de tonos azules, -cielo, mar, césped, árboles, túnicas- a que responden los tonos cálidos, rojos y dorados, - cuerpos viriles, áureas fajas de sol, panzas de vasos, amarillas carnes femeninas-. Ven el cielo como una pregunta sutil e inmensa: la tierra, ancha, fuerte, como una respuesta satisfactoria y bien fundada. Ven que hay en el mundo un lado derecho y otro izquierdo, un alto y un bajo, ven que hay luz y sombra, quietud y movimiento, ven que lo cóncavo es un seno para recibir lo convexo, que lo seco aspira a lo húmedo, lo frío a lo ardoroso, que el silencio es un aposento preparado, como posada para recibir el ruido transeúnte. Estas gentes no han sido iniciadas en el misterio rítmico del universo por una extrema erudición, el vino, que era un dios sabio, les ha dado, empero, una momentánea intuición del máximo secreto. No se trata de unos conceptos que haya introducido en sus cerebros, al contrario, el vino ha realizado la inmersión de estos cuerpos dentro de la razón fluida en que va flotando el mundo. Y así llega un minuto en que los movimientos de sus brazos, torsos y piernas se hacen también rítmicos, en que los músculos no solo se mueven sino que se mueven con compás. El compás es una oculta lógica que yace en el músculo: el vino la potencia y hace del movimiento danza.
 

Capítulo III- La “Bacanal” de Poussin

























   Ello es que el vino, según Tiziano, lleva la pura materia orgánica a una potencia espiritual. Aquí tenemos, en este cuadro espléndido, declarada con motivo de unos hombres que se solazan en torno a unas ánforas de vino, la filosofía del Renacimiento. La Edad Media nos habla del espíritu como enemigo y contradictor de la materia. Matando ésta crece aquél; la vida es una guerra que mueve el alma al cuerpo; la táctica se llama ascetismo.
   Pero el Renacimiento siente de otra manera la incógnita de la existencia. Se resiste, se niega a esa dualidad pesimista. No; el mundo es uno: no es sólo materia grosera ni sólo imaginaria espiritualidad. Lo que llamáis materia puede alcanzar una vibración rítmica –y esto es lo que llamáis espíritu--. El Músculo llega por sí mismo, a lo sumo favorecido por el vino, a la danza, la garganta al canto, el corazón al amor, los labios a la sonrisa, el cerebro a la idea.
  Podemos, pues, arribar a una fórmula que nos fije el sentido de la Bacanal tizianesca: es el punto de indiferencia entre el hombre, la bestia y dios. Sus personajes son de carne y hueso; por mera intensificación de sus energías naturales, es decir, bestiales, llegan a la unión esencial con el cosmos, a la intuición infinita, al absoluto optimismo que era patrimonio de la supuesta divinidad.
   Comparemos brevemente con la de Tiziano la de Poussin. El cuadro es una ruina de un cuadro. Imposible que la fotografía ni el grabado den una idea de él. Allá en una sala apenas visitada del Museo, prolonga una fatal agonía.
   Los tonos rojos, simplicísimos con que Poussin labraba sus figuras han sido absorbidos por la fiera luz real que sobre ellos secularmente ha ido operando. Los tonos fríos, de azules fundidos con negro, se han empastado. Como ante el lienzo de Tiziano reímos, este lienzo maltrecho nos invita a la elegía, a meditar sobre lo fugitivo de todo esplendor, sobre el acabamiento y la cruel misión del tiempo, gran roedor.
   Sin embargo, lo que nos cuenta Poussin es, si cabe, más alegre aún que la anécdota de Tiziano. Porque Tiziano refiere sólo una anécdota, nos presenta algo esencialmente momentáneo. No podemos menos de advertir el esfuerzo de la materia para ascender un instante, empujada por el vino, a las finas vibraciones espirituales; no podemos menos de presentir que todo concluirá en un inmenso cansancio, en carnes ajadas, en músculos lacios, en mal sabor de boca.
   Los personajes de Poussin no son hombres, son dioses. Faunos, silenos, ninfas y sátiros que acompañan por el bosque eternamente la rauda aventura de Baco y Ariadna. El elemento realista, humano, sólo humano, de Tiziano, falta aquí. No por defecto, no por un error u olvido, sino formalmente. Poussin pinta cuando ha pasado el Renacimiento como pasa una bacanal humana. Vive precisamente en el día que sigue a la orgía tizianesca. Llora de cansancio y de desánimo. Las promesas optimistas del Renacimiento no se han cumplido. La existencia es áspera y exenta de poesía: la vida se va estrechando. Los pueblos de Occidente se entregan al misticismo o al racionalismo. ¿A qué vivir? Suprimamos en lo posible la acción; reduzcamos a lo mínimo la vida; más bien que vivir esta aspereza presente, recordemos la egregia existencia de un vago pretérito.
   Poussin es un romántico de la mitología clásica. Dentro de un espacio irreal hace pasar el cortejo armonioso de unos seres divinos, dotados de un reír inextinguible, que beben sin emborracharse, para quienes la bacanal no es una fiesta, sino la vida normal. Meier-Graefe nota muy bien esto: “La Bacanal de Poussin evita todos los extremos. No es como la de Tiziano, el episodio de un día de libertinaje: es la felicidad hecha norma”.
   En efecto, el niño del cuadro de Tiziano está aquí, a la derecha, en un grupo formado por un fauno y una ninfa, la cual cabalga un macho cabrío. El niño tiene patas de chivo, es un satirillo lindo, hijo tal vez del buco y la bella divinidad. Esta aproximación entre el dios y la bestia tiene una grave intención melancólica característica del romanticismo. Cuando Rousseau postulaba la vuelta del hombre a la Naturaleza proclamaba también la ruptura de la civilización. Ésta, lo específicamente humano, es un error, un callejón sin salida. La Naturaleza es más perfecta que la cultura; es decir, la bestia está más cerca de dios que el hombre. Y Pascal, tiempo antes, había predicado también: Il faut s’abêtir.


Capítulo IV. “Los Borrachos” de Velázquez
























   La belleza y la ventura son atribuciones de los dioses –nos sugiere Poussin--, no de los hombres. La alegría que describe en su cuadro produce en nosotros una reacción amarga, porque nos sentimos excluidos de ella. La realidad es laboriosa y lugar de dolor; la felicidad es irreal como estos dioses y estas ninfas. El sol real se ha vengado, ha oscurecido el cuadro, como dicen que los olímpicos poderes cegaron a Homero para vengarse del deshonor que éste vertiera sobre Helena. 
   La solución de Poussin nos induce a una idea contemplativa, interior, callada, en que recogemos los tenues ecos de ese reír inextinguible que llevan en los labios los dioses. Solución poco reconfortante, equívoca invitación a una perdurable melancolía… Pero, al menos, Poussin nos asegura que hay dioses. Poussin pinta dioses.

   Y he aquí que nuestro Velásquez reúne unos cuantos ganapanes, unos pícaros, hez de la ciudad, sucios, ladinos e inertes. Y les dice: “Venid, que vamos a burlarnos de los dioses”.

   En medio de la viña, desnuda a un mozancón rollizo, de carne linfática, y le pone unas hojas de vid en torno a la cabeza. Éste será Baco. Y agrupa a los demás en torno de una jarra y les hace beber hasta que los ojos se hinchan estúpidamente y las mejillas se contraen en un necio gesto de risa. Eso es todo.

   La bacanal desciende a borrachera. Baco es una mixtificación. No hay más que lo que se ve y se palpa. No hay dioses.

   El estado de espíritu que esto revela, la burla de toda mitología que, como es sabido, aparece a lo largo de toda la obra de Velásquez –recuérdese Mercurio y Argos, el dios Marte—tiene, sin duda, grandeza. Es una valiente aceptación del materialismo, un desafío al cosmos, un soberbio malgré tout. Pero ¿es justificado? ¿No es el realismo una limitación?

   Porque vengamos a cuenta: ¿qué cosas son los dioses? ¿Qué han simbolizado los hombres en los dioses? El tema es grave y difícil. Forzándolo podíamos decir: los dioses son el sentido superior que las cosas poseen si se les mira en conexión unas con otras. Así, Marte es lo mejor de la guerra: la gallardía, la entereza, la reciedad del cuerpo. Así, Venus es lo mejor de la expansión sexual: lo deseable, lo bello, lo suave y blando, el eterno femenino. Baco es lo mejor de la sobreexcitación fisiológica: el ímpetu, el amor a los campos y a los animales, la profunda hermandad de todos los seres vivos, los bienhadados placeres que a la mísera humanidad ofrece la fantasía.
   Los dioses son lo mejor de nosotros mismos, que una vez aislado de lo vulgar y peor toma una apariencia personal.

   Decir que no hay dioses es decir que las cosas no tienen, además de su constitución material, el aroma, el nimbo de una significación ideal, de un sentido. Es decir que la vida no tiene sentidos, que las cosas carecen de conexión. Tiziano y Poussin son, cada cual a su modo, temperamentos religiosos, sienten lo que Goethe sentía: devoción a la Naturaleza. Velázquez es un gigante ateo, un colosal impío. Con su pincel arroja los dioses como a escobazos. En su bacanal no hay un Baco, sino que hay un sinvergüenza representando a Baco.

   Es nuestro pintor. Ha representado el camino para nuestra edad, exenta de dioses; edad administrativa en que, en vez de Dionysos, hablamos de alcoholismo.







José Ortega y Gasset, El espectador. Vol. 1; 1916.