En las largas sesiones en que los ensañaste a ser pacientes
pudiste darte cuenta de la capacidad que tienen ciertos rostros
para albergar, tan tristes, entre aburridos o altaneros gestos,
la eterna imagen de la estupidez en su estado más puro.
Se sienten complacidos de que tú los retrates en familia.
Su lógica les dice que habrás de ser exquisito con ellos,
puesto que con largueza te pagan, te distinguen con su deferencia,
y tu privilegiado empleo de pintor de cámara te permite
vivir en buena casa, vestir con elegancia,
pasear en coche propio al mediodía o al atardecer
y despertar la envidia de tus paisanos y colegas.
Quizá tú mismo ignoras, o ignorar pretendes,
la monstruosa verdad que tus pinceles pronunciarán ahora.
Se está bien en la cumbre. Te sientes muy dichoso
con el favor dorado de los grandes.
Mucho trabajo cuesta salir de la pobreza,
y con dolor recuerdas lo difícil que fue llegar a este palacio.
Pero cuando te acercas al lienzo que te aguarda
ya no puedes mirar a los egregios personajes
con la blanda mirada del lacayo agradecido,
sino con la necesaria crueldad que ellos merecen.
Porque algo hay en ti que no ha sido dañado por el oro,
algo que permanece insobornable, un resto vivo
de la rebelde pureza juvenil de otros tiempos.
Y dices tu verdad. Y la verdad es tan diáfana,
tan absolutamente al alcance de todos encontrarse parece,
que escapa sin ser vista a quienes en ella se reflejan,
y se te escapa a ti, que acaso, tras decirla, has cerrado los ojos.
La familia real está contenta del amor con que has hecho tu trabajo.
Todos te felicitan y te llaman maestro, pues se admiran
del asombroso parecido que el cuadro tiene con la realidad.
De la antología “Las cosas como fueron” Ed: Tusquets
Cuadro: La familia de Carlos IV, de Goya