nuestros pies salpicaban el agua de los charcos
y las gotas caían tenaces sobre los grises canales,
sobre los relucientes y húmedos tejados.
Extranjeros en la ciudad lejana,
buscábamos la casa, perdidos ya,
cubiertos por el paraguas azul o rojo.
De pronto, al volver la esquina de la estrecha calle,
apareció y cansados penetramos en su amplio zaguán.
No abigarrado museo donde el polvo y las moscas
su impúdico poderío ejercen,
tampoco desván de fechas y materia en desuso,
simplemente paredes, gastados muros.
Antiguas mesas de oscurecida madera,
pesados bancos entre los arcos del patio,
dorados platos que las manos de su dueño quizá rozaran,
su presencia simple ofrecían a nuestros ojos.
Solos a través de las amplias estancias,
seguidos por el eco titubeante de nuestros pasos,
contemplamos, como si un momento fuera nuestra,
la medida hermosura de rostros y colores.
Luego, nuevamente en la calle bajo la hosca intemperie,
intentamos torpes explicarlo.
Al anochecer, con los demás regresamos
y nunca desde entonces allí he vuelto.
Hoy, sin embargo, una vulgar reproducción
sobre mi mesa de trabajo me ha hecho pensar
en Hans Memling, hijo de artesanos,
pintor famoso de su siglo fallecido en Brujas
y cuya obra, gozando de la humana belleza
que la indiferencia o el olvido jamás pudieron destruir,
descubrimos, adolescentes asombrados,
en un abril nórdico y tempestuoso.
De la antología “Poesía completa, 1968-1996), Ed Tusquets
Cuadro: "El juicio Final", de Hans Memling
