Vi entonces la reproducción de un cuadro expuesta en el escaparate de
una librería. Me detuve allí satisfecho, rejuvenecido. Aún reía disimuladamente
por la crítica descargada ante el monumento de Biber. Allí se habían
manifestado opiniones temidamente cómicas.
En ese momento recordé que en su día vi el original de este cuadro en casa de
su propietaria. Colgaba en una de esas habitaciones para lacayos, valga la
expresión. En fin, en algún sitio han de emplazarse los cuadros, porque la casa
estaba repleta de pintura exquisita, y la mujer que consideraba suyo todo eso
se asemejaba a una figurita, y yo tomé el té en su compañía, y mi comportamiento
impecable fue digno de verse. También ofrecieron emparedados, y mientras los
saboreaba conduje la conversación a Spitteller, y cuando salimos de la villa mi
amigo se creyó obligado a confesar que nunca habría imaginado que pudiera comportarme
con semejante corrección; miré, pues, la reproducción y algo gritó en mi
interior: “¡Maravilloso estudio!”.
En efecto, uno contemplaba un hayedo desnudo en invierno, reproducido
con absoluta fidelidad, El cuadro es obra de Hodler pero, al margen de ese
detalle, ser de otro autor más desconocido no menguaría su valor y placer. De
los troncos esbeltos, claros y finos penden aquí y allá algunas hojas rumorosas.
Uno oye formalmente su susurro invernal, que juzga alegre. A lo mejor el cuadro
no representa mucho. No se puede hacer alarde de un pequeño hayedo, razón por
la cual subió quizá a la pequeña buhardilla, desde donde, dicho sea de paso, se
disfruta de una vista deliciosa. Abajo extiende un lago parecido a la seda, a
un vestido de señora de la más decentísima transparencia, y aquí ante el
comercio de arte volví a encontrar ahora el cuadro en el que un gélido viento
invernal, no muy fuerte, azota el bosque. Peor lo que es grandioso es que usted
no ve cómo están pintados en el cuadro el frío y el aire gélido, y la oscilación
de esas pocas hojas también está
pintada, y sobe el bosque se despliega un cielo de un azul frío, que pasa de
azul invernal al verde, convirtiéndose en un trasunto tan fiel de lo realmente
vivido que pocos ejemplos hay tan convincentes.
Si este cuadro fuera mío, a lo mejor tanbien lo subiría a una buhardilla,
porque no es un cuadro de salón. Al contemplar una reproducción tan maravillosa
del invierno, uno se mete sin querer las manos en los bolsillos. En el bosque
trajina un hombre, y entonces te percatas, lo sientes: el suelo esta helado y
puedes ver mucho más allá del bosque, sales del bosque a la mas lejana lejanía,
y con estas líneas quizá no haya dicho aún todo lo que cabría decir del cuadro,
pero usted, lector, tal vez deduzca cuánto lo admiro.
Ferdinand Hodler, El hayedo (1885) |