LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

TEMPLO DE DEBOD (de Eduardo Chirinos)





Jóvenes parejas amándose a lo largo de las bancas,
muchachos escribiendo poemas y canciones,
esposos paseando en la tarde a sus pequeños.
(“Vamos, dejad la pelota y venid a tomaros una foto.”)
Hay parejas que han dejado atrás la juventud
y perros buscando dónde mear sin ser molestados.
A lo lejos se escucha una canción.
Algunos tararean distraídos la tonada, otros
disfrutan con placer de los últimos días del invierno.
Jardines de Ferraz, Parque del Oeste.
Muchos se inmolaron a favor de la República
y sufrieron bajo el humo del fusil y la metralla.
Porque aquí hubo una guerra, pero nunca ningún templo.
Sólo una pequeña colina
y un cálido rincón donde suelen amarse las parejas.  
 
Frederic-Louis Norden
El templo de Debod en 1737

1737. El sol calienta implacable las arenas de Nubia.
Una frágil balsa navega sobre el Nilo. De pronto
dardos y blasfemias le hostilizan y detienen.
Sólo el danés Norden consigue dibujar las tres puertas
           del Santuario
y casi es muerto por sacrílego.


Columnas de Debod, sagrado templo donde oraron los           
                asiros y los persas primero, 
macedonios y romanos después. 
Allí ofrecieron panes y frutos para Horus, toros y gacelas para
          Isis, vinos y perfumes para Ammón.
Cruentos dioses con cabezas de buitre, de buey o de cordero.

1970. El sol calienta implacable las costas de Valencia.
Altas grúas desembarcan los vestigios de Debod y los arruman
           en el puerto.
Estaba escrito. El Santuario ha de reposar en Occidente.


 Todavía se conserva.
Columnas y pilastras respetadas por el tiempo,
viejas inscripciones, el color rosado de la piedra.
Perros buscando algún rincón donde mear sin ser
        molestados.


UNA OSCURA SILUETA NADADORA (de Tomas Tranströmer)



Sobre una histórica pintura
en la roca del Sahara:
una oscura silueta nadadora
en un joven río antiguo.

Sin armas ni estrategia,
ni en calma ni en acción,
y separado de su propia sombra:
se desliza por el fondo del cauce.

Luchó por liberarse
de una adormecida imagen verde
para luego alcanzar por fin la orilla
y hacerse uno con su propia sombra.

VIRGEN CON CESTO DE FRUTAS (de Pablo García Baena)



Anónimo. Siglo XVI

 Baja la Virgen por el dulce aprisco.
Trae una cesta llena de bellota.
Carlos Edmundo de Ory.


Con las primeras lluvias de septiembre
Santa María baja
desde las lejanas provincias que dibujan las nubes,
desde los amplios horizontes que constelan los astros,
llega a la tarea suya de la misericordia.
Y las escolanías cantan sin tregua
te saludan los campos:
sementeras tempranas, la pisa de lagares,
la oliva prieta con el óleo indulgente y último.

Vuestros ojos reclinan
la tristeza almendrada que viera Fray Angélico,
y miráis el legado terrenal del otoño,
la criatura selvática
que la cellisca viste y desnuda del oro
agreste de las hojas,
tal un fauno escapado de antiguas paganías.
Miráis en el ornato doloroso del cesto
el limón y las cidras
-disimulad si veis la manzana picada-
el áspero membrillo, tersura de los nísperos,
la breva embarazada de cárdenas mieles,
la bujeta cerrada de castañas, y nueces y bellotas.

Acéptalos. Acéptanos.

UNA RÁFAGA DE VIENTO REPENTINA (de Santiago Elso Torralba)



Jeff Wall
Una ráfaga de viento repentina (a la manera de Hokusai), 1993
Londres, Tate Collection
























Una ráfaga de viento repentina
me arranco de las manos la carpeta.
Las hojas, asustadas palomas,
revolotearon en todas las direcciones.

La gente, sin que supiera, perseguía poemas,
una hojarasca de palabras extrañas,
como si fuesen documentos importantísimos.
Alguno los cazaba al vuelo,
pero casi todo el mundo los atrapaba con el pie.

Los capturados fácilmente parecían dóciles,
desconcertadas, indefensas criaturas.
Pero la mayor parte se batió con fiereza,
arremolinándose, buscando alguna escapatoria,
furiosos de libertad; y si un instante, exhaustos,
se detenían y se agachaba alguien para apresarlos,
¡zas!, de un brinco se alejaban de nuevo.

Honor para ellos, sabida su derrota,
abalanzándose contra postes y piernas,
tan lejos del corazón y las lágrimas.

La gente echaba una furtiva ojeada al devolvérmelos
y yo sonreía avergonzado.
Gracias, muy amables, gracias.

¡Qué recital! Jamás lo olvidaré
porque nunca antes había tenido tanto público.





LA LAVANDERA (de Santiago Elso Torralba)



Lavanderas, 1901
Abraham Yefimovitch Archipov

Moscú, Galería Tretiakov
Parece un ángel de Durero esta anciana.
Muestran ambos un gesto similar:
el codo en la rodilla
y, apoyada en un puño, la cabeza.

Sólo que ella no tiene alas, sino edad;
no es un compás, sino un barreño,
la herramienta de su afán;
no la coronan los laureles
sino un pañuelo de humilde lavandera;
no es el sol de la melancolía quien la abate,
sino el cansancio, la fatiga.

Pero ¿cómo no va a ser un ángel quien,
cada jornada, entre los vapores del taller
escalda, enjuaga, estriega, aclara, tiende
y plancha la ropa de los demás?

Como cuando cesa de llover
y gruesas gotas caen aún de los aleros
prolongando así la lluvia en la aceras,
y luego ya clarea, queda limpio el aire
y el mundo nos ofrece su no estrenado aroma,
así el sudor de esta mujer cuando resbala,
en un descanso, por su frente pensativa.

NOCHE DE LUNA EN EL DNIEPER (de Santiago Elso Torralba)


Noche de luna en el Dnieper, 1880
Arkhip Kuindzhi
San Petersbugo, Museo Estatal Ruso 
 


























Cuando cae la noche
y se abre el gran telón de nubes sobre el mundo,
yo bajo hasta ese río.

En la orilla del Dnieper me espera
la vieja barca de madera que me legaron.
Lo que se oye es sólo el chapoteo de mis remos,
y yo me siento como un poeta antiguo.

Silenciosamente
me deslizo por las aguas negras.
Mejor de espaldas para contemplar el cielo.
Saco mis pies por un costado
y los hundo en la pintura de un gran maestro.

EL SUEÑO (de Henri Rousseau)

(Nota: pintura y texto son del pintor)


Yadwigha en un bello sueño
habiendo caído dulcemente,
oía el son de una chirimía
que tocaba un encantador bienintencionado.
Mientras la luna refleja
en los ríos los árboles que verdean,
las fieras serpientes escuchan
las alegres tonadas del instrumento.



El sueño, 1910
Museo de Arte Moderno (MOMA) New York
Henri Rousseau


DOÑA JUANA LLEVANDO EL FÉRETRO DE SU ESPOSO (de Santiago Elso Torralba)


Su insano amor furioso le emponzoña
el alma de delirios, su actitud
es la de viuda perturbada, Doña
Juana. Recela usted de la virtud

de la abadía y deja el ataúd
de su hermoso Felipe de Borgoña
al raso. Es tanta, Reina, su inquietud
por otras hembras, que hasta la carroña

que es ya su esposo aleja del convento
que ha encontrado camino de Granada.
Acampa bajo el cielo de Castilla,

reza Su Majestad una sencilla
plegaria junto al fuego. Sopla el viento,
se pierde un humo en él: vuestra mirada.
 
Doña Juana la Loca
Franciso Pradilla y Ortiz, 1877
Madrid, Museo del Prado
 



























ENFRENTE DEL CUADRO DE VILLEGAS TITULADO “UNOS TANTO Y OTROS TAN POCO” (de Manuel del Palacio)



El cielo se oscurece, el sol declina;
cava un enterrador, un muerto espera;
otro cadáver en triunfal carrera
avanza por el bosque y lo ilumina.

Cubre la humilde sábana mezquina,
estéril don que a la piedad debiera;
lleva el soberbio manto con venera
en doble caja de metal y encina.

Fue aquel en vida un sabio, casi un loco;
este debió sus timbres a ala espada;
ambos radiaban luz, centella y foco:

¡Cuán diferente su postrer jornada!
-¡Unos tanto ¡ay de mí! y otros tan poco!
¿Dónde está la igualdad? -¿Dónde? ¡en la nada!

DIVAGACIÓN ANTE EL RETRATO DE LA MARQUESA DE SANTILLANA (de José Ortega y Gasset)


Marquesa de Santillana, 1455
Jorge Inglés
(Retablo de los duques del Infantado
Capilla hospital de Buitrago, Madrid )

Para mi gusto, lo más interesante de la Exposición es este cuadro de Jorge Inglés. Si los proyectos de feminidad que aquí se insinúan hubiesen madurado, esta galería de cuatro siglos sería muy otra, y muy otra la historia de España.

Es tan femenino este cuadro, que empieza por engañar. En el transeúnte apresurado deja el recuerdo de un recinto tranquilo y repuesto, poblado con la paz de la oración. Sobre el reclinatorio, que hace de mística navecilla, un corazón de mujer pone la proa hacia celestes abstracciones.

Nada más femenino, repito, que ofrecer dos aspectos distintos: uno para el que pasa de largo, otro para el que se detiene devoto. Si se quiere conocer a la mujer, es preciso detenerse ante ella, o, dicho de otra manera, es preciso "flirtear". No existe otro método de conocimiento. El “flirt” es a la mujer lo que el experimento a la electricidad. Pues bien, el “flirt” comienza por una detención, merced a la cual se convierte el transeúnte apresurado en interrogador que inicia una conversación particular. Cuando Fernando Lassalle, precursor del actual movimiento obrero, se iba a casar, daba la noticia a un amigo parodiando la terminología hegeliana: "Me voy a individualizar en una mujer", escribía. En efecto, la mujer no revela su segundo aspecto, el verdadero y propio, sino al que se individualiza ante ella y deja de ser el hombre en general, el que pasa de largo, cualquiera. En esto, como en todo, la psicología de la mujer es opuesta a la del varón. El alma masculina vive proyectada preferentemente hacia obras colectivas: ciencia, arte, política, negocio. Esto hace de nosotros naturalezas un poco teatrales: lo mejor, lo más propio e individual de nuestra persona, lo damos al público, a los seres innominados que leen nuestros escritos, aplauden nuestros versos, nos votan en las elecciones o compran nuestras mercancías. El escritor representa la forma extrema de esta impudorosidad al ser más íntimo con el público anónimo que con su más íntimo amigo. El hombre vive de los demás, y por ello vive para los demás. A esto aludía yo cuando hablaba del servilismo que el destino varonil lleva consigo.

La mujer, en cambio, tiene una actitud más señorial ante la existencia. No hace depender su felicidad de la benevolencia de un público, ni somete a su aceptación o repulsa lo que es más importante en su vida. Mas bien al contrario, adopta una actitud de público en cuanto parece ser ella la que aprueba o desaprueba al hombre que se aproxima, la que entre otros muchos lo selecciona y escoge. De modo que el hombre, al verse preferido, se siente premiado. Es curioso que esta concepción de la mujer como premio del hombre aparece ya en las sociedades más antiguas; así, La Ilíada echa a volar el enjambre sonoro de sus hexámetros con el fin de contarnos la cólera de Aquiles, furioso por que le han arrebatado la dulce esclava Kriseis, que era el premio de sus hazañas. Posteriormente el valor de este premio sube de punto al no ser concedido por la autoridad o por un tribunal, sino que se deja al premio mismo decidir quién es el premiado.

Comparada con el hombre, toda mujer es un poco princesa: vive de sí misma, y por ello vive para sí misma. Al público presenta solo una máscara convencional, impersonal, aunque variamente modulada; sigue la moda en todo, y se complace en las frases hechas, en las opiniones recibidas. Su afición a las galas, a las joyas, a los afeites, pudiera considerarse como una objeción radical contra esto que digo. En mi entender, lejos de oponerse a ello, lo confirma. La vanidad de la mujer es más ostentosa que la del hombre precisamente porque se refiere solo a exterioridades: nace, vive y muere en ese haz externo de su vida a que me he referido, pero no suele afectar su realidad íntima. La prueba de ello es que esa vanidad del atuendo, frecuente en la mujer, no nos permite inferir las condiciones de su carácter con la misma seguridad que si se tratase de un hombre. La vanidad del varón, menos ostentosa, es más profunda. Si el talento o la autoridad política saliesen a la cara, como ocurre con la belleza, la presencia de la mayor parte de los hombres sería insoportable. Afortunadamente esas excelencias no consisten en rasgos quietos, sino en acciones y dinamismos que requieren tiempo y esfuerzo para ejecutarse, que no pueden ser mostradas, sino demostradas.

Tal es la diferencia en la relación con el público del hombre y la mujer, que lleva signos contrarios. Cuanto mayor aparato y cuidados pone la mujer al presentarse en público, mayor es la distancia que establece entre éste y su verdadera personalidad. Así, a medida que aumenta el boato de que una mujer se rodea, crece el número de varones que se sienten eliminados de la opción de sus preferencias y se saben condenados a una actitud de lejanos espectadores. Diríase que el lujo y la elegancia, el adorno y la joya que la dama pone entre sí y los demás, lleva el fin de ocultar su ser íntimo, de hacerlo más misterioso, remoto e inasequible. El hombre, en cambio, da a la publicidad lo que más estima en sí, su más recóndito orgullo, aquellos actos, aquellas labores en que ha puesto la seriedad de su vida. La mujer tiene un exterior teatral y una intimidad recatada: en el hombre es la intimidad lo teatral. La mujer va al teatro, el hombre lo lleva dentro y es el empresario de su propia vida.

En las ideas usuales sobre psicología de ambos sexos, no hallo debidamente acentuada esta discrepancia radical. Se trata de dos instintos contrarios: en el hombre hay un instinto de expansión, de manifestación. Siente que si lo que es él no lo es a la vista de los demás, valdría tanto como si no lo fuera. De aquí su afán de confesión, el prurito de evidenciar su persona interior. El lirismo procede, en definitiva, de este genial cinismo varonil. A veces esta propensión a expresar su intimidad, como si en la transmisión a los demás cobrara su plenaria realidad, degenera en contentarse con decir las cosas, aunque éstas no existan. Una buena parte de los hombres no tiene más vida interior que la de sus palabras, y sus sentimientos se reducen a una existencia oral.

Hay, por el contrario, en la mujer un instinto de ocultación, de encubrimiento: su alma vive como de espaldas a lo exterior, ocultando la íntima fermentación pasional. Los gestos del pudor no son sino la forma simbólica (véanse Darwin y Piderit) de ese recato espiritual. No es el cuerpo, en rigor, lo que le importa defender de las miradas masculinas, sino aquellas ideas y sentimientos suyos referentes a las intenciones del hombre con respecto a su cuerpo. El mismo origen tiene la mayor frecuencia e intensidad del azoramiento en la mujer. Es ésta una emoción suscitada por el temor de ser sorprendidos en nuestros pensamientos y afectos. Cuanto mayor es el deseo de mantener secreto algo de nuestra vida interior, más expuestos nos hallamos al azoramiento. Así el que miente suele azorarse, como si temiese que la mirada del prójimo perforara su palabra mendaz y pusiese a descubierto la verdadera intención que ocultaba. Pues bien, la mujer vive en perpetuo azoramiento, porque vive en perpetuo encubrimiento de sí misma. Una muchacha de quince primaveras suele tener ya más cantidad de secretos que un viejo, y una mujer de treinta años guarda más arcanos que un jefe de Estado.

Esta posesión de una vida propia, aparte y secreta, este señorío de una morada interior donde no se deja circular al prójimo, es una de las superioridades de la mujer sobre el hombre. En ello consiste la "distinción" nativa de la mujer, ese tenue, místico resorte que pone una distancia entre ella y nosotros. Porque "distinción", como vio muy bien Nietzsche, es ante todo un "pathos de la distancia" entre individuo e individuo. A esto obedece que la amistad entre las mujeres sea menos íntima que entre los hombres. Diríase que poseen una conciencia más clara de dónde empieza su vida propia e incomunicable y donde acaba la del prójimo.

Fluye, pues, la verdadera existencia femenina larvada y oculta, defendida del público por una feminidad aparente, construida a propósito para servir de máscara y coraza. Yo creo que toda vida intensamente personal ha necesitado siempre segregar una personalidad ficticia, una especie de “dermato psique” que detenga y distraiga la hostil curiosidad de las gentes inferiores, a fin de poder, tras ese baluarte, vacar libremente a ser lo que se es. Pero esto, que en el hombre acontece por excepción, llega a ser constitutivo en la mujer.

Suele olvidar el hombre esa condición, por esencia latente, de la personalidad femenina, y por eso en su trato con la mujer va de sorpresa en sorpresa: Normalmente, el primer aspecto de una mujer excluye la posibilidad de que aquella delicada, juguetona, ingrávida figura, todo desdenes y fugas, sea capaz de pasión.. Toda mujer parece una santita, si creemos que la santidad consiste en resbalar sobre la vida sin dejarse comprometer por ella. Y, sin embargo, la verdad es todo lo contrario: esa casi irreal figura no hace otra cosa que esperar la ocasión para arrojarse en un torbellino apasionado, con tal ímpetu, decisión y valentía, con tal olvido de penosas consecuencias, que el hombre más resuelto queda siempre a la zaga y, avergonzado se descubre a sí mismo como un temperamento utilitario, calculador y vacilante. Mas para que esa vitalidad profunda o individual de la mujer se manifieste, es preciso que el hombre deje de formar parte del público y por uno u otro motivo se destaque individualmente ante ella. Lo que hay de repugnante y monstruoso en la prostituta es su contradicción de la naturaleza femenina, en virtud de la cual ofrenda al hombre anónimo, al público, aquella personalidad latente que solo debe ser revelada al preferido. Hasta tal punto es esto una negación del carácter femenino que el hombre delicado siente una instintiva aversión hacia la prostituta, como si, a despecho de sus formas de hembra, hubiera en ella un espíritu masculino. En cambio, el <> en feminidad; Don Juan, es atraído preferentemente por la mujer más recatada, por la que más se oculta al público, y que en la morfología femenina representa el polo opuesto a la prostituta. Don Juan, en efecto, se enamora de la monja.

De espectador y público, pasa el hombre por medio del “flirt” a una relación individual con la mujer; Iniciar un “flirt” es invitar a un aparte entre dos, a una comunicación espiritual latente, secreta. Comienza, por lo mismo, con un gesto, con una palabra que niega y como retira la máscara convencional, la personalidad aparente de la mujer, y llama a la puerta de aquella otra personalidad más íntima. Entonces, como la luna que sale de entre las nubes, empieza la mujer recóndita a irradiar su recóndita vitalidad y va renunciando ante aquel hombre a su fisonomía ficticia. Este momento de nudificación espiritual, ese breve período que dura la conversión de la mujer aparente e impersonal en la mujer verdadera e individual –fenómeno que puede compararse a la revelación de una placa fotográfica-, rinde el máximo deleite del alma. El vicio de Don Juan no es, como una plebeya psicología supone, la brutal sensualidad. Al contrario, las figuras históricas que con sus rasgos han contribuido al carácter ideal de Don Juan se distinguieron por una anómala frigidez ante los placeres sexuales. El deleite donjuanesco es el de asistir una vez y otra a esa maravillosa escena de la transfiguración femenina, a ese patético instante en que la larva se hace, en honor de un hombre, mariposa. Concluida la escena, vuelve la mueca fría a los labios de Don Juan, y dejando que la mariposa queme al sol sus alas desplegadas, se orienta hacia otra crisálida.

A éstas y a innumerables consideraciones da pretexto el caso de este cuadro en que Jorge Inglés perpetúa la imagen de la marquesa de Santillana. Porque a primera vista encontramos una dama preocupada de oración, sumergida querubínicamente en una atmósfera quieta, abstracta y litúrgica. Mas si insistimos, veremos salir del cuadro, volando, sedienta, hacia la luz, la eterna mariposa apasionada.

* * *

Como he dicho, encierra este cuadro un deleitoso dualismo. Primero nos parece habitado por la quietud y con un vago olor de incienso. Mas si insistimos, notamos en él la germinación de todas las inquietudes, y por la reja y la puerta del oratorio sentimos penetrar una brisa terrestre que orea con su blanda turbulencia la fría cabeza de la dama.

La técnica misma del cuadro es irresoluta: dos principios pictóricos riñen su batalla indecisa en la mano del artista. El Norte y el Sur, Flandes e Italia se persiguen hostiles por todos los rincones de la tabla, como en un canto homérico Héctor y Diómedes. Esta vacilación pictórica es tan solo síntoma de una contienda más grave que arrastra la obra entera, desde la inspiración del maestro hasta el ser mismo de la persona representada: aquí luchan cuerpo a cuerpo goticismo, que es Edad media, que es Ascetismo, y Renacimiento, que es rumor de tiempo nuevo y triunfo de esta vida sobre la otra.

La dama ha sido perpetuada en la acción que la Edad media prefería: orando. Sin embargo, fijémonos. Las manos quisieran aspirar al Empireo ¿Qué las detiene? ¿Por qué quedan palpitando en el aire como unas alas de paloma desorientada? No se sabe bien, no se sabe bien. Hay en los gestos humanos esenciales equívocos, y cuando alguien eleva juntas las palmas de sus manos ignoramos si va a sumirse en la oración o va a arrojarse al mar. Un mismo ademán preludia las dos opuestas aventuras.

La marquesa de Santillana prepara, pues, sus manos a la plegaria, pero no ha olvidado ceñir cada falange de cada dedo con un anillo festival. Son tenues aros donde va prendido un carbunclo, un granate, una amatista, un zafir.

El traje ceremonial de esta marquesa derrama en su ondeo magníficos perfumes de corte de amor.

Su marido, el amable poeta, uno de los más jugosos brotes del Renacimiento en España, había recogido la herencia del lirismo provenzal, lo mismo que hicieron Dante y Tetrarca. Tal vez por ello la silueta de esta dama trae a nuestra memoria aquellos palacios provenzales donde en el siglo XIII, bajo el nombre de “cortezía”, hizo su entrada subrepticia en la sociedad teológica el culto de los mejores instintos humanos.

Pero el dramatismo sutil del cuadro ha venido a concentrarse en la gentil cabeza, dotada de tan extraño vigor expresivo que logra triunfar sobre la complicación del tocado y la insuficiencia del artista. ¡Con qué gracia vibra en el viento, como flor en el prado, este menudo rostro, a quien una mano inferior ha impuesto unos ojos apócrifos! Las facciones carecen de la vulgar belleza que se contenta con la corrección: son rasgos finos, distinguidos, que valen por el espíritu que expresan.

Hay semblantes de mujer en que se resume todo un doctrinal de vida y pueden servirnos de norma para conducir nuestros actos y gobernar nuestros juicios. Cuando Goethe, hastiado de la inelegancia germánica, desciende a Italia en busca de una más delicada regla vital, va ocupado con la composición de "Ifigenia". Al pasar por Bolonia se detiene frente a una Santa Ägata de Rafael. "El artista –escribe en su diario- le ha dado una doncellez sana y segura de sí misma, exenta de frialdad y aspereza. Me he fijado mucho en el semblante, y he de leerle en espíritu mi Ifigenia, porque no debe salir de los labios de mi heroína nada que esta santa no pudiera decir". Como la obra literaria no es en Goethe cosa distinta de su propia vida personal, significan estas palabras que el gran germano insatisfecho, al pasar ante el cuadro de Rafael, corrige el perfil de su alma ajustándolo a la pauta que de aquel rostro irradia.

No se puede pedir tanto a la obra de Jorge Inglés. Pero hay en ella gérmenes de una posible existencia superior, que, desarrollados, podrían afinar las almas de los que vivimos en esta vertiente del Guadarrama, donde la marquesa de Santillana habitó. Pasa por esta figurilla, estremeciéndola, un soplo de vitalidad exquisita, que no vuelve a aparecer en el resto de la Exposición. Cuando lleguemos a los lienzos de Goya, volveremos a hallar en sus mujeres vitalidad, pero ya no encontraremos exquisitez.

Lejos de mi ánimo poner en duda la piedad con que reza esta dama; pero si intento aclararme la actitud de su cabeza y de sus manos, inevitablemente imagino el gesto que hace la corza cuando, desde el fondo de la umbría, oye sonar a lo lejos el primer "¡halalí!" que corre por los linderos del bosque. Sin que se sepa de donde llega, una incitación apasionada ha venido a herir el corazón de esta marquesa. Sospechamos que está en el oratorio de paso hacia una pasión. Ya se oye, ya se oye el galopar de los caballeros ideales y el latir afanoso de los canes instintivos. La dama siente un misterioso afán de huída. No hace falta más para que la eterna escena venatoria se cumpla. En la caza, la misión de la pieza es huir arrastrando al cazador y la jauría en su torbellino de persecución. Así, en el frenesí de los amores, la mujer colabora primero con una apariencia de pavor y de fuga…

Piensen otros lo que gusten: para mí la culminación de la vida consiste en una pasión limpia y finamente dramática.

PAOLO UCELLO: PINTOR (de Marcel Schwob)


Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camaleón.

Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de modo que pintó campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de ébano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, y tanto más cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía:

-¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!

Pero el Pájaro continuaba su obra paciente y agrupaba los círculos y dividía los ángulos, y examinaba a todas las criaturas bajo todos sus aspectos, e iba a pedir la interpretación de los problemas de Euclides a su amigo el matemático Giovanni Manetti; luego se encerraba y cubría sus pergaminos y sus tablas con puntos y curvas. Se consagró perpetuamente al estudio de la arquitectura, en lo cual se hizo ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no lo hacía con la intención de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y cómo las bóvedas cerraban en sus claves, y la reducción en abanico de las vigas de techo que parecía unirse en la extremidad de las largas salas. Representaba también todos los animales y sus movimientos y los gestos de los hombres con el propósito de reducirlos a líneas simples.

Después, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre las mezclas de metales y órganos y que escudriñaba su fusión en el hornillo en busca de oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, con el propósito de obtener su transmutación en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Fue por esto que Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, apiadándose de su casa llena de arañas, vacía de provisiones. Pero Uccello estaba más orgulloso todavía. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. La imitación no era la finalidad que se había fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello.

Así vivía el Pájaro y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa; y no se fijaba en lo que comía ni en lo que bebía y se parecía por entero a un ermitaño. Y sucedió que en un prado, junto a un círculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, vio un día a una muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un largo vestido delicado, sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran elásticos como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia y le sonrió a Uccello. Él notó la inflexión de su sonrisa. Y cuando ella lo miró, vio todas las pequeñas líneas de sus pestañas y los círculos de sus pupilas y la curva de sus párpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos y en su mente hizo adoptar a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posiciones. Pero Selvaggia no supo nada de eso, porque tenía solamente trece años. Ella tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia y su madre había muerto. Otra mujer había ido a la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello la llevó a la suya.

Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla en la cual Uccello trazaba las formas universales. Jamás comprendió por qué prefería contemplar líneas derechas y líneas arqueadas a mirar la tierna figura que se tendía hacia él. A la noche, cuando Brunelleschi o Manetti iban a estudiar con Uccello, ella se dormía, después de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. A la mañana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada por pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a un individuo; no permanecía nunca en un mismo lugar; quería planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las líneas de las plantas y de las piedras y los rayos de la luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y sin acordarse de Selvaggia, Uccello parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.

A todo esto no había nada que comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo y la unión de sus pequeñas manos flacas y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, así como no había sabido si estaba viva. Pero arrojó sus nuevas formas entre todas aquellas que había reunido.

El Pájaro se hizo viejo y nadie comprendía más sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. Ya no se reconocía ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hacía largos años que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los ojos. Debía abarcar todas sus búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Llamó a Donatello y lo descubrió piadosamente ante él. Y Donatello exclamó:

-¡Oh, Paolo, cubre tu cuadro!

El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir nada más. De modo que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello no había visto sino una madeja de líneas.

Y algunos años más tarde se encontró a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano, estrictamente cerrada, un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.




UN FONDO CLARO (de Henrik Nordbrandt)


Un fondo claro te haría demasiado oscura
y en cambio uno oscuro demasiado clara.
Si yo fuese a pintarte elegiría
algo crepuscular
con un añadido del color de las violetas
y una mancha del verde de los estanques
tanto para el fondo como para ti
de manera que serías casi invisible.
- Así tal vez yo podría
volver a ver ese destello
de primavera en tu mejilla
que rápido se apresuraba a seguir su camino por una llanura oscura
y fue apagado como una brasa contra la ladera de una montaña.

A nosotros ya no puede hacernos brillar ningún pasado.
Y al futuro no le sirven de nada nuestras sombras.


DOÑA JUANA LA LOCA -VAN LAETHEM- (de Manuel Machado)


Retablo con retrato de Felipe el Hermoso y Juana la Loca
Museo d'Art Ancien, Bruselas
Jacob Van Laethem






Hierática visión de pesadilla,
en medio del paisaje está plantada
- alto el brïal y la color quebrada -,
la Reina Doña Juana de Castilla.

Liso el pelo a ambos lados de la frente,
bajo el velludo de la doble toca...
Ausente la palabra de la boca,
y de los ojos el mirar ausente.

Abierto el regio y blasonado manto,
como una flor enferma, el débil talle
deja ver, encerrado en el corpiño.

Y en una lejanía - más no tanto
que se pierda el más mínimo detalle -
hay el paisaje que soñara un niño.

SEPULCROS REALES EN LA CATEDRAL DE PAMPLONA (de Jesús Mauleón)



Sepulcro de Carlos III el Noble y Leonor de Trastámara, 1416 y 1419
 Janin Lome de Tournay
Catedral de Pamplona


































Como vosotros, Garcia Ramirez, polvo Restaurador,
Sancho el Sabio con tu esposa Sancha
(la muerte sabia os sabe),
Teobaldo I, el Trovador sin voz y sin amante,
Enrique I, Felipe III, Carlos II,
el Malo para los franceses, y quién sabe si para el propio mal,
Carlos III, el Noble esqueleto en el mármol de Janin Lome de Tournay...

Como vosotros, huesos, huesos, huesos, por millones se lloran
en esta tierra de infanzones,
clérigos, cortesanos
y plebeyos, plebeyos, plebeyos,
tierra que vosotros hubisteis por vuestra
y ahora la ocupáis en parte mínina
y en el sentido más aproximado.

Humanos fuisteis, y hasta descabezasteis
un sueñecillo heroico. Lo que  hicisteis
narrado queda generosamente
en unas líneas de historia.

Pues bien, ahora nos toca
a nostros vivir (apresuradamente
lo constatamos)
y, aunque por plazo herido,
estamos por encima de todo lo que yace.
Dueños somos del aire
de respirar, mandamos
en dos brazos,
una cabeza levantamos
que la vida corona.
Somos, perdón, más que reyes si se nos compara con vosotros.

Reyed, yaced.
Ante la vida que nos alza
agachad vuestros restos apilados.

Monarcas nos llamamos, aunque pronto
nos quitarán este latido,
mucho mejor que un cetro,
y el oro muy precioso de la sangre en marcha.
La hora seca sonará
de abdicar.
Un empujón nos tumbará del trono
y nos allanaremos como todos
a vuestra estatura tan postrada.


Plorantes del sepulcro de Carlos III el Noble
Catedral de Pamplona

POEMAS (de Catulo)

II

Catulo en casa de Lesbia
Lawrence Alma Tadema, 1865

Pajarillo, cosita de mi amada,
con quien juega, al que resguarda en el seno,
al que suele dar la yema del dedo
y le incita agudos picotazos:
cuando a mi deseo resplandeciente
le place tornarse alegre y aliviarse
de sus cuitas, para aplacar su ardor,
¡cuánto me gustaría, como hace ella,
jugar contigo y desterrar las penas
lejos de mi triste ánimo!
Me es tan grato como a la niña el fruto
dorado que soltó el ceñidor
que tanto tiempo permaneció atado.


 III
Lesbia llorando a su gorrión
Lawrence Alma Tadema, 1866


Llorad, Venus y Cupidos,
y cuantos hombres sensibles hay:
ha muerto el pajarillo de mi amada,
el pajarillo, cosita de mi amada,
a quien ella quería más que a sus ojos;
era dulce como la miel y la conocía
tan bien como una niña a su propia madre.
No se movía de su regazo,
pero saltando a su alrededor, aquí y allá,
a su dueña continuamente piaba.
Este, ahora, va, por un camino tenebroso,
a ese lugar de donde dicen que nadie ha vuelto.
¡Mal rayo os parta, funestas
tinieblas del Orco, que devoráis todo lo bello!:
me habéis quitado tan bello pajarillo.
¡Oh mala ventura! Pues, ahora, por tu culpa,
desdichado pajarillo, hinchados por el llanto,
enrojecen los ojillos de mi amada.


  


APOCALIPSIS. ESCUELA UMBRÍA, HACIA 1490 ( de Hans Magnus Enzensberger)



No es joven ya, suspira,
saca un gran lienzo, medita,
discute tenaz y largamente con el cliente,
un carmelita avaro llegado de los Abruzzos.
Prior o superior. Ya comienza el invierno.
Crujen las articulaciones de sus dedos, crujen las ramas
en la chimenea. Suspirando imprimará el lienzo,
lo dejará secar, y lo imprimará de nuevo,
bosqueja de prisa sus figuras
en cartoncitos, simples esbozos que destaca
con blanco de plomo.
Vacila, tritura los colores, los deja unas semanas.
Y un buen día, tal vez el miércoles de Ceniza
o el día de la Candelaria, al despuntar el alba,
moja el pincel en sombra calcinada:
hará un cuadro sombrío. ¿Por dónde comenzar
cuando se quiere pintar el fin del mundo?
Conflagraciones, islas a la deriva, relámpagos
y torres y almenas y pináculos cayendo con tanta lentitud.
Cuestiones técnicas, problemas de composición.
Destruir todo un mundo es difícil tarea.
Muy arduos de pintar son los sonidos, por ejemplo,
el de la cortina rasgada en el templo,
el mugir de las bestias, el trueno; pues todo
debe desgarrarse o ser desgarrado,
todo menos el lienzo. Y no puede haber dudas
sobre el plazo de entrega: a más tardar para Todos los Santos.
Es necesario que, al fondo, el mar impetuoso una y mil veces
sea matizado con verdes destellos espumosos,
atravesado por mástiles
y los barcos hundiéndose verticalmente, naufragios,
mientras afuera, en pleno mes de julio, ni un perro

cruzará la plaza polvorienta.
El pintor se ha quedado solo en la ciudad,
sin mujeres, sin discípulos ni sirvientes.
Parece fatigado, quién lo hubiera creído,
mortalmente fatigado. Todo es ocre, sin sombra,
todo petrificado, fijo en una suerte de
eternidad maligna; salvo el cuadro, que va
adquiriendo forma, que se va ensombreciendo poco a poco,
que se inunda de sombra, gris acero, gris lívido,
gris tierra, violeta pálido,
caput mortuum; que se llena de diablos, de jinetes,
de masacres, hasta que el fin del mundo quede culminado.
Y el pintor,
por un instante reanimado,
absurdamente alegre como un niño,
como si le hubiesen regalado la vida,
invita esa misma tarde
a mujeres y niños, amigos y enemigos,
a disfrutar de su vino, sus trufas frescas y sus becadas,
mientras desde fuera llega el rumor de la primera lluvia del otoño.