Hace muchos años
en clase de ética
nuestro profesor
nos preguntaba cada otoño:
¿si se prendiera
el fuego en un museo
qué es lo que
salvaríais, una pintura de Rembrandt
o una anciana a la
que de todos modos
no iban a quedarle
muchos años de vida? Impacientes en las duras sillas
nos preocupaban
poco los cuadros o la vejez,
optábamos un año
por la vida, al siguiente por el arte
y siempre con poco
entusiasmo. A veces
la mujer adoptaba
el rostro de mi abuela
dejando por una
vez la cocina para recorrer
algún museo
inhóspito y solo a medias imaginado.
Un año, creyendo
ser ingeniosa, respondí
¿por qué no dejar
que decida la anciana?
Linda, explicó el
profesor, evita
la carga de la
responsabilidad.
Este otoño, casi
anciana yo misma,
estoy en un museo
real
frente a un
verdadero Rembrandt. Dentro del marco
los colores son
más oscuros que el otoño,
más oscuros aún
que el invierno- los ocres de la tierra,
aunque los
elementos más brillantes arden
a través del
lienzo. Ahora sé que la mujer,
la pintura y la
estación son casi una sola cosa
y todas más allá
de la salvación de los niños.