Las lágrimas de San Pedro. 1587-1596. Museo Soumaya. México. D.F. |
I
Sueña el recinto
del venenoso verde.
La extendida
plenitud de los grises, que
surgen sin ruido como una sombra más,
como un silencio antiguo
que humildemente ardiera. Brilla la generosa
senda del gesto. Bulle el dolor; se advierte
la locura del santo, la desvelada
luz que nos
mira y nos detiene, y nos da sitio
para que no muramos solos.
Tiembla o se
cierne
sobre la eternidad, dispone
el fondo en alto de la noche, la vida. ¿Por
qué, si no,
este sencillo
y gentil resplandor
del cielo sobre el rostro baja
hoy a salvarnos? Acecha todo el ser. El rescoldo del ojo
se consume en la
inmensa
cerradura del cuerpo. ¿Qué luz, qué amor vigila? Arde la más plácida y
sola
visión que nunca hubo. Florece el entusiasmo, la avidez de un perfil
que
hacen largos los días. ¡Oh, ved que siempre en la dura
permancencia del tiempo,
luminoso y
tenaz, un viejo amor nos lleva! Ved, no esta ligera bruma, no ya ese loco
dolor
en su aventura, sino al errante
realidad encendida, la solitaria cumbre
de la
noche en que amanos.
II
Los sanatorios
y los manicomios,
el amargo edificio donde la ciencia otea
con sigilo de ave a la cordura; la rápida
pisada
de la razón. Todo, ciego y veraz y luminoso, tiembla sobre la enorme
pasión
de la existencia.
El suidicio, el martirio, el árbol
de rama baja, la
santidad o la locura, riegan un mismo rostro, tejen
un tenso sueño y una misma
verdad. Pero, ¿cuál es el día en el que allá, bajo la ciega
alondra de lo
remoto, bajo la nube
sin luz del ser, se pierde
todo lo que se busca? Por
esa
mirada de verdadero sufrimiento, de fondo en paz bulle un largo latir
que no es
la noche. Mas, ¿por qué
esa lágrima nuestra
es la que más enturbia a la
mirada?, ¿quién
nos difumina el verde
astro del ojo, el atajo del ver que,
hondo y sencillo, amanecía hacia
la más alta verdad? No esta lágrima, como agua
de río, de tan ligero toque y breve son
como el tiempo. No esta lágrima, que a
sus riberas viene, como si fuese ropa sucia, la mirada a lavarse. Pero, algo hay
allí
que crece en sus orillas; ¡Oh!, nadie lo mire, nadie
ose entrar en su
sombra, porque
algo como una luz que nunca amaneciese, arrojaría, nada más
verlo,
al hombre a tierra.
III
Sólo
era el color; el
luminoso
cepo del verde, que una mano sin trampa
tendió ante nuestro humide
paso. Tocad ahora, ved cómo crece el noble
gesto del gris en cienicienta retirada, y
ved cómo el ocre
tardo del hábito hiere o perdona, salva o maldice,
nuestrra más honda pasión
hacia el pecado. Comporbad la silenciosa cortesía con
que
ese contraste su sutil realidad nos abraza a la vida. Saber qué enorme
suma
de colores exactos, qué trasiego de tierras y de aceites para
que una pequeña
parte de nuestro sueño sea salvada.
Vedlo, vedlo y tocad
antes que el tiempo
borre
su total armonía. Antes que el silencioso pájaro de las sombras acuda
a
surcar nuestra noche. Nada
importa ya de ese oscuro modelo que posó su locura
en la alta tarde
y en florecido llanto. Ved , ved la agria voz y la poca salud
y
la mala vida que discurre en la limpia
bilis del amarillo; o ved cómo arden
las manías del rosa; o mirad a la cumbre del azul suicidándose, sobre
las
heridas fugaces
que un rojo claro disecó entre sus labios; o el matiz de ese
verde
que camina hacia el monte, casi con sed. Ved cómo bajo cada sonido
de la
materia se despierta una nota, crece
una música eterna. Y sabedlo en silencio,
porque aquello fue sólo
y sin más el dolor, el áspero y ajeno y atardecido
paso del hombre por la vida.