Mi hijo coloca frente a mí su caja de pintura
y me pide que le dibuje un pájaro.
Sumerjo el pincel en color gris
y dibujo un cuadrado con cerraduras y barrotes.
El asombro llena sus ojos:
"...Pero ésta es una prisión, padre,
¿no sabes cómo dibujar un pájaro?"
Y yo le digo: "Hijo, perdóname.
He olvidado la forma de los pájaros".
Mi hijo coloca frente a mí su cuaderno de dibujo
y me pide que le dibuje una espiga de trigo.
Sostengo la pluma
y dibujo una pistola.
Mi hijo se burla de mi ignorancia
y exclama:
"¿Acaso no conoces, padre, la diferencia entre
una espiga de trigo y una pistola?"
Yo le digo: "Hijo,
solía conocer las formas de las espigas de trigo,
la forma de la hogaza,
la forma de la rosa,
pero en estos duros tiempos
los árboles del bosque se han unido
a la milicia
y la rosa padece obtusas fatigas
en este tiempo de espigas armadas,
de pájaros armados,
de cultura armada
y religión armada,
no puedes comprar una hogaza de pan
sin encontrar una pistola dentro,
no puedes coger una rosa en el campo
sin que te clave sus espinas en el rostro,
no puedes comprar un libro
que no explote en tus manos".
Mi hijo se sienta al borde de mi cama
y me pide que le recite un poema,
una lágrima cae de mis ojos a la almohada.
Mi hijo la prueba, asombrado, diciendo:
"¡Pero ésta es una lágrima, padre, no un poema!"
Y yo le digo:
"Cuando crezcas, hijo mío,
y leas el diván de poesía árabe,
descubrirás que la palabra y la lágrima son hermanas
y el poema árabe
no es más que una lágrima llorada por los dedos que escriben".
Mi hijo pone sus plumas, su caja de crayones frente a mí
y me pide que le dibuje una patria.
El pincel tiembla en mi mano
y me sumo en llanto.