de Ballantines, lejos de su legendario resplandor
que alguna vez tuvieron en esa esquina estratégica
de Madrid, permanecían apoyadas y en desorden
contra el muro de la azotea del Círculo de Bellas Artes,
como si la estatua de Minerva que allí habitaba
jugara en solitario y desde las alturas
una prolongada partida de scrabble
con esas lápidas melancólicas de la publicidad.
a escondidas hasta allí, cuando por fin empujamos
la última puerta prohibida que nos permitió ver de cerca
a la diosa vigilante. La ciudad, en ese triste otoño
de principios de los años ochenta, con sus techos oscuros
y sus repetidos campanarios, parecía “un pueblón”
como dijiste con tu acento portugués, ahondando la última sílaba,
(mientras un viento frío nos cortaba con sus cuchillos las palabras).
Al aproximarnos con sumo sigilo a Minerva,
y después de recorrer los pliegues monocordes de su túnica
que caían paralelos a sus pies a la manera clásica,
oímos extrañados el rumor de miles de abejas
que habían hecho su panal en las cuencas de sus ojos
vacíos, ignorando que esa imagen misteriosa nos perseguiría
por años y hasta en sueños, como un oráculo
que algún día tendríamos que descifrar.
No sé por qué hasta ahora lo recuerdo
ni por qué razón lo había olvidado. Quizás
porque de repente me pregunté qué habrá sido de ti,
mi amigo el pintor portugués que vivía en la calle Bustamante,
con quien también una tarde descubrí, detrás de un muro,
un desolado cementerio de trenes donde las locomotoras,
con sus costras adheridas de carbón, no se resignaban
a su reclusión obligatoria, a su detención definitiva,
a su cadena perpetua.
El tiempo tiene su manera particular
de hacer que las cosas sean visibles nuevamente,
para que esta noche de alcohol, en la que se agitan
las abejas videntes del olvido, todo ocupe
su lugar y pueda escribirte estas palabras que,
como las letras de un anuncio de neón,
tardan torpemente en encenderse,
una a una, igual que la memoria.