La gitana dormida, 1897 Henri Rousseau Nueva York, Museo de Arte Moderno |
Este cuadro, Guillermo, es sólo el fragmento de una más extensa historia. Habrá que darle, entonces, su antes y después, su ayer y su mañana. Ven, desde aquí podremos ver sin miedo qué sucede; la deslumbrante luna ha vuelto nítidos los contornos del desierto y de las dunas.
Al llegar la irrevocable noche, la gitana se ha sentido exhausta y, en este decorado de tragedia, se ha tumbado en una manta de igual tejido que su ropa. Mira cómo duerme, aferrada aún a su vara de madera que le sirve de cayado, arma, protección contra las sombras. Pero, en verdad, está indefensa, y no es sólo por el sueño. ¿De qué le ha de servir frente al peligro que la acecha? Ya un león inquieto y de ojos ambarinos la olfatea.
Ha estado la gitana, durante mucho tiempo, huyendo de la fiera. Pávida, atribulada por su pesarosa condición de presa, yerra por los páramos. Ha cruzado precipicios, lastimosas cañadas, se ha internado por parajes últimos. Sólo encontró consuelo musitando para sí plegarias de la viaja aldea.
Hoy, después de la fatiga bajo el sofoco del sol, superados los montes y la árida planicie que han quedado a su espalda, creyó encontrar, en esta suave ondulación del arenal, un mejor refugio y un descanso para sus pies quemados por la tierra férvida, cuarteados por las piedras.
Semanas antes, sabiéndose perseguida -pues que varias veces lo vio rondándole los pasos por las inmediaciones de la selva-, imaginó que se pondría a salvo llevando a su enemigo lejos del verdor, donde ni siquiera las hierbas adventicias arraigan. Supuso, equivocadamente, que no se adentraría en una tierra desacostumbrada.
Para ser más ligera en esta travesía de escasez, lleva consigo sólo un cántaro con agua, y un laúd, que nunca hace sonar, para no afligirse más con dulces melodías y para evitar ser descubierta. Ella no sospecha que, aun sin verla, tal como intuye al deleitable antílope con el olfato, o al bisonte y su pisada con el oído a kilómetros de distancia, el león siempre sabe en qué lugar se encuentra.
Pero esta noche la bestia ya se acerca. Lo anima el recuerdo del venturoso día en el que vio algo extraordinario. Ocurrió cuando vigilaba, desde su regio promontorio, la formicante columna de los ñus, a alguno de los cuales, tras la caza, desmembraría para saciar el hambre con su carme. De pronto, las veleidosas nubes descargaron una lluvia tenue y, entonces, vio un arco rutilante tensarse sobre toda la extensión de la sabana rasa. Sucumbió al hechizo de sus colores, a su curvatura hipnótica hecha de sustancias ilusorias. Nada igual ni tan hermoso había contemplado nunca y se lanzó hacia él tan resuelta como inútilmente. El espacio que recorría era lo que el arco se fugaba, y no servía de nada acelerar el paso, porque siempre huía más allá.
A lo lejos pudo divisar a una muchacha vestida con los mismos tonos que el celeste prodigio. A sus pies había un cántaro, y tañía un instrumento del que brotaba un sonido extraño. Cuando dejó de hacerlo, los colores del cielo se embebieron en el ánfora, y el arco despareció de súbito.
Renunció a sus dominios, a sus leonas, a sus usuales matanzas por un amor imprudente y, desde entonces, va detrás de la muchacha y la persigue por los alfoces de la floresta, por los senderos que conducen al río, por los caminos perfumados de flores domésticas.
Aullidos de hombres y torbellinos de antorchas y de lanzas lo hostigaron durante muchas noches; hervía la selva con cánticos intimidantes. No le importó la pesadumbre de saberse odiado; él nunca renunciaría a ella.
Y ahora ahí, en lo alto del montículo, refrescado con la plácida brisa que desordena su melena, el león imita, con el hopo de su cola -pues es un pincel-, el poder de la gitana; y está pintando el cielo, las estrellas y las dunas, porque es él quien crea este desierto, y lo hace inhóspito, yermo, sin principio ni final, sin origen ni término, inhabitado, donde nadie puede entrar ni interrumpir el sueño de quien guarda el arcoíris en una tinaja.