Andaba yo –calculo- por los dieciséis años;
la edad, como se sabe, de los granos
y de los Ideales.
Era cerca de Alsasua.
Cada vez que pasábamos,
a través de la ventanilla del coche y
el sirimiri, aquel fugaz letrero:
“Dolmen de Eguílaz”.
Y mi adolescencia
soñaba allí una enorme y ancestral tosquedad
de piedras euscaldunes (recordaba
la palabra arriak, con su sonido
también tosco y antiguo),
y en torno un territorio trémulo de pasado,
una campa poblada por sombras primigenias:
homínidos velludos, malolientes pellejas,
hachas de torpe piedra, los restos derribados
de algún mamut –como un navío en ruinas-
entre niños desnudos y mujeres
con los pechos colgándoles igual que sacos sucios
y greñas pegajosas.
Pero había
que estar hacia las dos en Puebla de Sanabria,
“ya vamos con retraso”, “el próximo viaje”…
y así fueron pasando los próximos viajes,
los veranos, los años.
Hasta tuve coche
-aquel “600” blanco al que en invierno siempre
se le mojaba el delco-, y una vez
la vida me llevó de nuevo por delante
de aquel letrero (entonces indicaba
el dolmen y además mi adolescencia)
y pude al fin pisar mi propio freno
ante aquel nombre mágico.
De lo que vi –después de tantos años
esperando- al final de aquella pista,
en aquel jardincito con rejas y gravilla
que parecía temblar como un gorrión mojado
bajo el otoño vasco,
me da vergüenza hablar. Pero lo que sí digo
es que a partir de entonces para mí
aquel dolmen de Eguílaz viene siendo – supongo
que me entendéis-, un símbolo perfecto
de la vida.
Dolmen de Eguílaz |