Recordando el estrecho de Belle Isle
o algún puerto del
norte de Labrador
antes de hacerse maestro de escuela,
un tío abuelo mío pintó
un cuadro de gran tamaño.
Retrocediendo a lo largo de millas por ambos lados
dentro de un resplandeciente cielo en calma
cuelgan pálidos acantilados azules
de cientos de pies de altura.
En sus bases hay cenefas de pequeños arcos,
las
entradas de cuevas
dispuestas a lo largo del nivel de una bahía
y ocultas por
olas perfectas.
En medio de esa superficie en calma
hay una flota de pequeños
barcos negros inmóviles
con las velas enrolladas y atadas, puestas al través,
y
las vergas como palos de cerillas quemadas.
Y en lo alto por encima de ellos,
sobre las semitranslúcidas hileras de altos acantilados,
están trazados cientos
de delicados pájaros negros
colgando en form de N de los escarpados bordes.
Una
los puede oír; gritan y gritan,
no hay más sonido que este,
excepto algún
suspiro ocasional,
como un gran animal acuático que respirase.
En la luz rosa
el
pequeño sol rojo iba rodando, rodando,
alrededor, alrededor y alrededor, siempre
a la misma altura,
en un perpuetuo crepùsculo consolador y comprensivo
mientras
los barcos lo iban escrutando.
Parece que hayan alcanzado su destino.
Sería difícil
decir qué los ha traído hasta aquí,
si el comercio o la contemplación.