Habitación de Hotel. Edward Hopper |
qué hombros tan desfallecidos
los de esa hermosa mujer
semidesnuda, sentada
al borde de la cama,
en la vecina pieza del hotel.
¿Qué le dirán en la carta
que sostiene en las manos
y la sigue mirando
hace ya rato
como abismada?
¡Quién la habrá escrito!
¿Acaso su padre, rogándole
que olvide el agravio
y vuelva de inmediato a casa?
¿O el amante que no vino
ni vendrá más a la cita
-a la fuga prevista-
(porque la esposa, los hijos...)
a la que ella acudió
jubilosa, anhelante,
dejando su fino chal
en el verde sillón mazico
y el denso equipaje
intacto en el piso,
sin duda por la prisa,
en nervisismo
que siempre aguija
en toda pasión furtiva?
Y si no, dígame usted, tocayo:
¿Comó uno se ecplica
esta flor convertida
en un cactus de desolación?
Mi colega Mark Strand la ha visto
y dice qeu todo en ella rezuma
un pavor al futuro incierto, un deseo
de desaparecer ahora mismo.
Y es cierto. Pero al fin y al cabo,
¡qué futuro ni qué ocho cuartos, tocayo!,
si lo que en realidad hace falta
es sólo una llave
o un poco de imaginación
y las palabras precisas
para entrar en su habitación
cautamente, sin asustarla,
y, tras ganar su confianza,
cubrirla con un abrigo
y llevarla al parque Bryant
a escuchar la fuente de agua
donde eche al olvido esa carta.
O tal vez a Central Park,
a respirar aire puro
y pasearnos los tres juntos
del brazo, tocayo,
en esta luz natural
que ya dora las ramas
y empurpura las cejas
de Shakespeare al crepúsculo.
¡Ándele, pues, tocayo:
un brinco por la ventana
y manos a la obra!