Bebo el agua de la vida.
Me baño en sus ondas espejeantes.
La celebro.
La escucho.
La canto.
Asisto al triunfo del agua de la vida, a su juego simple, a su juego de
plenitud.
Tomo entre mis manos el agua de la vida. Agua mansa. Agua transito-
ria que relumbra. Agua con poderes, llena de murmullos. Llena de
promesas.
Así la veo en este cuadro. Agua azul. Agua milagrosa.
En este cuadro navego. En él miro y descubro al hombre y a la mujer
desnudos,
al hombre y a la mujer en su largo abrazo de aguas.
Agua femenina y agua masculina
mezcladas en el reino de los colores.
Así la vio Picasso, pintor azul. Pintor del agua que nos sustenta.
No hay otra cosa que agua de la vida,
no hay otra cosa que un nombre y una mujer pensativos
sentados junto a la eterna fuente.
Miro el cuadro que es una multitud,
miro, a través del agua, ese río que somos
y que avanza, pensativo, hacia el mar.
Agua de colores que pasa.
Muchedumbre líquida,
humanidad que brota y se expande
con sonido de afluentes.
Así la vio Picasso, pintor de aguas remotas.
Por eso es tan azul el hombre
y tan pálida después, cuando es madre, que es la madre del agua,
la madre de todas las aguas.
Puesto que somos agua, y agua es el mundo,
celebro este cuadro.
Lo escucho.
Lo canto.
Asisto al triunfo de este amoroso lienzo azul
donde el agua lo inunda todo,
donde el agua
murmurante y llena de reflejos
arriba, sin ser vista,
a través del espectro de las horas.
(del poemario: “Cristo entrando en Bruselas”)