Marquesa de Santillana, 1455 Jorge Inglés (Retablo de los duques del Infantado Capilla hospital de Buitrago, Madrid ) |
Para mi gusto, lo más interesante de la Exposición es este cuadro de Jorge Inglés. Si los proyectos de feminidad que aquí se insinúan hubiesen madurado, esta galería de cuatro siglos sería muy otra, y muy otra la historia de España.
Es tan femenino este cuadro, que empieza por engañar. En el transeúnte apresurado deja el recuerdo de un recinto tranquilo y repuesto, poblado con la paz de la oración. Sobre el reclinatorio, que hace de mística navecilla, un corazón de mujer pone la proa hacia celestes abstracciones.
Nada más femenino, repito, que ofrecer dos aspectos distintos: uno para el que pasa de largo, otro para el que se detiene devoto. Si se quiere conocer a la mujer, es preciso detenerse ante ella, o, dicho de otra manera, es preciso "flirtear". No existe otro método de conocimiento. El “flirt” es a la mujer lo que el experimento a la electricidad. Pues bien, el “flirt” comienza por una detención, merced a la cual se convierte el transeúnte apresurado en interrogador que inicia una conversación particular. Cuando Fernando Lassalle, precursor del actual movimiento obrero, se iba a casar, daba la noticia a un amigo parodiando la terminología hegeliana: "Me voy a individualizar en una mujer", escribía. En efecto, la mujer no revela su segundo aspecto, el verdadero y propio, sino al que se individualiza ante ella y deja de ser el hombre en general, el que pasa de largo, cualquiera. En esto, como en todo, la psicología de la mujer es opuesta a la del varón. El alma masculina vive proyectada preferentemente hacia obras colectivas: ciencia, arte, política, negocio. Esto hace de nosotros naturalezas un poco teatrales: lo mejor, lo más propio e individual de nuestra persona, lo damos al público, a los seres innominados que leen nuestros escritos, aplauden nuestros versos, nos votan en las elecciones o compran nuestras mercancías. El escritor representa la forma extrema de esta impudorosidad al ser más íntimo con el público anónimo que con su más íntimo amigo. El hombre vive de los demás, y por ello vive para los demás. A esto aludía yo cuando hablaba del servilismo que el destino varonil lleva consigo.
La mujer, en cambio, tiene una actitud más señorial ante la existencia. No hace depender su felicidad de la benevolencia de un público, ni somete a su aceptación o repulsa lo que es más importante en su vida. Mas bien al contrario, adopta una actitud de público en cuanto parece ser ella la que aprueba o desaprueba al hombre que se aproxima, la que entre otros muchos lo selecciona y escoge. De modo que el hombre, al verse preferido, se siente premiado. Es curioso que esta concepción de la mujer como premio del hombre aparece ya en las sociedades más antiguas; así, La Ilíada echa a volar el enjambre sonoro de sus hexámetros con el fin de contarnos la cólera de Aquiles, furioso por que le han arrebatado la dulce esclava Kriseis, que era el premio de sus hazañas. Posteriormente el valor de este premio sube de punto al no ser concedido por la autoridad o por un tribunal, sino que se deja al premio mismo decidir quién es el premiado.
Comparada con el hombre, toda mujer es un poco princesa: vive de sí misma, y por ello vive para sí misma. Al público presenta solo una máscara convencional, impersonal, aunque variamente modulada; sigue la moda en todo, y se complace en las frases hechas, en las opiniones recibidas. Su afición a las galas, a las joyas, a los afeites, pudiera considerarse como una objeción radical contra esto que digo. En mi entender, lejos de oponerse a ello, lo confirma. La vanidad de la mujer es más ostentosa que la del hombre precisamente porque se refiere solo a exterioridades: nace, vive y muere en ese haz externo de su vida a que me he referido, pero no suele afectar su realidad íntima. La prueba de ello es que esa vanidad del atuendo, frecuente en la mujer, no nos permite inferir las condiciones de su carácter con la misma seguridad que si se tratase de un hombre. La vanidad del varón, menos ostentosa, es más profunda. Si el talento o la autoridad política saliesen a la cara, como ocurre con la belleza, la presencia de la mayor parte de los hombres sería insoportable. Afortunadamente esas excelencias no consisten en rasgos quietos, sino en acciones y dinamismos que requieren tiempo y esfuerzo para ejecutarse, que no pueden ser mostradas, sino demostradas.
Tal es la diferencia en la relación con el público del hombre y la mujer, que lleva signos contrarios. Cuanto mayor aparato y cuidados pone la mujer al presentarse en público, mayor es la distancia que establece entre éste y su verdadera personalidad. Así, a medida que aumenta el boato de que una mujer se rodea, crece el número de varones que se sienten eliminados de la opción de sus preferencias y se saben condenados a una actitud de lejanos espectadores. Diríase que el lujo y la elegancia, el adorno y la joya que la dama pone entre sí y los demás, lleva el fin de ocultar su ser íntimo, de hacerlo más misterioso, remoto e inasequible. El hombre, en cambio, da a la publicidad lo que más estima en sí, su más recóndito orgullo, aquellos actos, aquellas labores en que ha puesto la seriedad de su vida. La mujer tiene un exterior teatral y una intimidad recatada: en el hombre es la intimidad lo teatral. La mujer va al teatro, el hombre lo lleva dentro y es el empresario de su propia vida.
En las ideas usuales sobre psicología de ambos sexos, no hallo debidamente acentuada esta discrepancia radical. Se trata de dos instintos contrarios: en el hombre hay un instinto de expansión, de manifestación. Siente que si lo que es él no lo es a la vista de los demás, valdría tanto como si no lo fuera. De aquí su afán de confesión, el prurito de evidenciar su persona interior. El lirismo procede, en definitiva, de este genial cinismo varonil. A veces esta propensión a expresar su intimidad, como si en la transmisión a los demás cobrara su plenaria realidad, degenera en contentarse con decir las cosas, aunque éstas no existan. Una buena parte de los hombres no tiene más vida interior que la de sus palabras, y sus sentimientos se reducen a una existencia oral.
Hay, por el contrario, en la mujer un instinto de ocultación, de encubrimiento: su alma vive como de espaldas a lo exterior, ocultando la íntima fermentación pasional. Los gestos del pudor no son sino la forma simbólica (véanse Darwin y Piderit) de ese recato espiritual. No es el cuerpo, en rigor, lo que le importa defender de las miradas masculinas, sino aquellas ideas y sentimientos suyos referentes a las intenciones del hombre con respecto a su cuerpo. El mismo origen tiene la mayor frecuencia e intensidad del azoramiento en la mujer. Es ésta una emoción suscitada por el temor de ser sorprendidos en nuestros pensamientos y afectos. Cuanto mayor es el deseo de mantener secreto algo de nuestra vida interior, más expuestos nos hallamos al azoramiento. Así el que miente suele azorarse, como si temiese que la mirada del prójimo perforara su palabra mendaz y pusiese a descubierto la verdadera intención que ocultaba. Pues bien, la mujer vive en perpetuo azoramiento, porque vive en perpetuo encubrimiento de sí misma. Una muchacha de quince primaveras suele tener ya más cantidad de secretos que un viejo, y una mujer de treinta años guarda más arcanos que un jefe de Estado.
Esta posesión de una vida propia, aparte y secreta, este señorío de una morada interior donde no se deja circular al prójimo, es una de las superioridades de la mujer sobre el hombre. En ello consiste la "distinción" nativa de la mujer, ese tenue, místico resorte que pone una distancia entre ella y nosotros. Porque "distinción", como vio muy bien Nietzsche, es ante todo un "pathos de la distancia" entre individuo e individuo. A esto obedece que la amistad entre las mujeres sea menos íntima que entre los hombres. Diríase que poseen una conciencia más clara de dónde empieza su vida propia e incomunicable y donde acaba la del prójimo.
Fluye, pues, la verdadera existencia femenina larvada y oculta, defendida del público por una feminidad aparente, construida a propósito para servir de máscara y coraza. Yo creo que toda vida intensamente personal ha necesitado siempre segregar una personalidad ficticia, una especie de “dermato psique” que detenga y distraiga la hostil curiosidad de las gentes inferiores, a fin de poder, tras ese baluarte, vacar libremente a ser lo que se es. Pero esto, que en el hombre acontece por excepción, llega a ser constitutivo en la mujer.
Suele olvidar el hombre esa condición, por esencia latente, de la personalidad femenina, y por eso en su trato con la mujer va de sorpresa en sorpresa: Normalmente, el primer aspecto de una mujer excluye la posibilidad de que aquella delicada, juguetona, ingrávida figura, todo desdenes y fugas, sea capaz de pasión.. Toda mujer parece una santita, si creemos que la santidad consiste en resbalar sobre la vida sin dejarse comprometer por ella. Y, sin embargo, la verdad es todo lo contrario: esa casi irreal figura no hace otra cosa que esperar la ocasión para arrojarse en un torbellino apasionado, con tal ímpetu, decisión y valentía, con tal olvido de penosas consecuencias, que el hombre más resuelto queda siempre a la zaga y, avergonzado se descubre a sí mismo como un temperamento utilitario, calculador y vacilante. Mas para que esa vitalidad profunda o individual de la mujer se manifieste, es preciso que el hombre deje de formar parte del público y por uno u otro motivo se destaque individualmente ante ella. Lo que hay de repugnante y monstruoso en la prostituta es su contradicción de la naturaleza femenina, en virtud de la cual ofrenda al hombre anónimo, al público, aquella personalidad latente que solo debe ser revelada al preferido. Hasta tal punto es esto una negación del carácter femenino que el hombre delicado siente una instintiva aversión hacia la prostituta, como si, a despecho de sus formas de hembra, hubiera en ella un espíritu masculino. En cambio, el <> en feminidad; Don Juan, es atraído preferentemente por la mujer más recatada, por la que más se oculta al público, y que en la morfología femenina representa el polo opuesto a la prostituta. Don Juan, en efecto, se enamora de la monja.
De espectador y público, pasa el hombre por medio del “flirt” a una relación individual con la mujer; Iniciar un “flirt” es invitar a un aparte entre dos, a una comunicación espiritual latente, secreta. Comienza, por lo mismo, con un gesto, con una palabra que niega y como retira la máscara convencional, la personalidad aparente de la mujer, y llama a la puerta de aquella otra personalidad más íntima. Entonces, como la luna que sale de entre las nubes, empieza la mujer recóndita a irradiar su recóndita vitalidad y va renunciando ante aquel hombre a su fisonomía ficticia. Este momento de nudificación espiritual, ese breve período que dura la conversión de la mujer aparente e impersonal en la mujer verdadera e individual –fenómeno que puede compararse a la revelación de una placa fotográfica-, rinde el máximo deleite del alma. El vicio de Don Juan no es, como una plebeya psicología supone, la brutal sensualidad. Al contrario, las figuras históricas que con sus rasgos han contribuido al carácter ideal de Don Juan se distinguieron por una anómala frigidez ante los placeres sexuales. El deleite donjuanesco es el de asistir una vez y otra a esa maravillosa escena de la transfiguración femenina, a ese patético instante en que la larva se hace, en honor de un hombre, mariposa. Concluida la escena, vuelve la mueca fría a los labios de Don Juan, y dejando que la mariposa queme al sol sus alas desplegadas, se orienta hacia otra crisálida.
A éstas y a innumerables consideraciones da pretexto el caso de este cuadro en que Jorge Inglés perpetúa la imagen de la marquesa de Santillana. Porque a primera vista encontramos una dama preocupada de oración, sumergida querubínicamente en una atmósfera quieta, abstracta y litúrgica. Mas si insistimos, veremos salir del cuadro, volando, sedienta, hacia la luz, la eterna mariposa apasionada.
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Como he dicho, encierra este cuadro un deleitoso dualismo. Primero nos parece habitado por la quietud y con un vago olor de incienso. Mas si insistimos, notamos en él la germinación de todas las inquietudes, y por la reja y la puerta del oratorio sentimos penetrar una brisa terrestre que orea con su blanda turbulencia la fría cabeza de la dama.
La técnica misma del cuadro es irresoluta: dos principios pictóricos riñen su batalla indecisa en la mano del artista. El Norte y el Sur, Flandes e Italia se persiguen hostiles por todos los rincones de la tabla, como en un canto homérico Héctor y Diómedes. Esta vacilación pictórica es tan solo síntoma de una contienda más grave que arrastra la obra entera, desde la inspiración del maestro hasta el ser mismo de la persona representada: aquí luchan cuerpo a cuerpo goticismo, que es Edad media, que es Ascetismo, y Renacimiento, que es rumor de tiempo nuevo y triunfo de esta vida sobre la otra.
La dama ha sido perpetuada en la acción que la Edad media prefería: orando. Sin embargo, fijémonos. Las manos quisieran aspirar al Empireo ¿Qué las detiene? ¿Por qué quedan palpitando en el aire como unas alas de paloma desorientada? No se sabe bien, no se sabe bien. Hay en los gestos humanos esenciales equívocos, y cuando alguien eleva juntas las palmas de sus manos ignoramos si va a sumirse en la oración o va a arrojarse al mar. Un mismo ademán preludia las dos opuestas aventuras.
La marquesa de Santillana prepara, pues, sus manos a la plegaria, pero no ha olvidado ceñir cada falange de cada dedo con un anillo festival. Son tenues aros donde va prendido un carbunclo, un granate, una amatista, un zafir.
El traje ceremonial de esta marquesa derrama en su ondeo magníficos perfumes de corte de amor.
Su marido, el amable poeta, uno de los más jugosos brotes del Renacimiento en España, había recogido la herencia del lirismo provenzal, lo mismo que hicieron Dante y Tetrarca. Tal vez por ello la silueta de esta dama trae a nuestra memoria aquellos palacios provenzales donde en el siglo XIII, bajo el nombre de “cortezía”, hizo su entrada subrepticia en la sociedad teológica el culto de los mejores instintos humanos.
Pero el dramatismo sutil del cuadro ha venido a concentrarse en la gentil cabeza, dotada de tan extraño vigor expresivo que logra triunfar sobre la complicación del tocado y la insuficiencia del artista. ¡Con qué gracia vibra en el viento, como flor en el prado, este menudo rostro, a quien una mano inferior ha impuesto unos ojos apócrifos! Las facciones carecen de la vulgar belleza que se contenta con la corrección: son rasgos finos, distinguidos, que valen por el espíritu que expresan.
Hay semblantes de mujer en que se resume todo un doctrinal de vida y pueden servirnos de norma para conducir nuestros actos y gobernar nuestros juicios. Cuando Goethe, hastiado de la inelegancia germánica, desciende a Italia en busca de una más delicada regla vital, va ocupado con la composición de "Ifigenia". Al pasar por Bolonia se detiene frente a una Santa Ägata de Rafael. "El artista –escribe en su diario- le ha dado una doncellez sana y segura de sí misma, exenta de frialdad y aspereza. Me he fijado mucho en el semblante, y he de leerle en espíritu mi Ifigenia, porque no debe salir de los labios de mi heroína nada que esta santa no pudiera decir". Como la obra literaria no es en Goethe cosa distinta de su propia vida personal, significan estas palabras que el gran germano insatisfecho, al pasar ante el cuadro de Rafael, corrige el perfil de su alma ajustándolo a la pauta que de aquel rostro irradia.
No se puede pedir tanto a la obra de Jorge Inglés. Pero hay en ella gérmenes de una posible existencia superior, que, desarrollados, podrían afinar las almas de los que vivimos en esta vertiente del Guadarrama, donde la marquesa de Santillana habitó. Pasa por esta figurilla, estremeciéndola, un soplo de vitalidad exquisita, que no vuelve a aparecer en el resto de la Exposición. Cuando lleguemos a los lienzos de Goya, volveremos a hallar en sus mujeres vitalidad, pero ya no encontraremos exquisitez.
Lejos de mi ánimo poner en duda la piedad con que reza esta dama; pero si intento aclararme la actitud de su cabeza y de sus manos, inevitablemente imagino el gesto que hace la corza cuando, desde el fondo de la umbría, oye sonar a lo lejos el primer "¡halalí!" que corre por los linderos del bosque. Sin que se sepa de donde llega, una incitación apasionada ha venido a herir el corazón de esta marquesa. Sospechamos que está en el oratorio de paso hacia una pasión. Ya se oye, ya se oye el galopar de los caballeros ideales y el latir afanoso de los canes instintivos. La dama siente un misterioso afán de huída. No hace falta más para que la eterna escena venatoria se cumpla. En la caza, la misión de la pieza es huir arrastrando al cazador y la jauría en su torbellino de persecución. Así, en el frenesí de los amores, la mujer colabora primero con una apariencia de pavor y de fuga…
Piensen otros lo que gusten: para mí la culminación de la vida consiste en una pasión limpia y finamente dramática.