LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

LA ESPERA -Homenaje a Ramón Gaya- (de Eloy Sánchez Rosillo)

Se acerca a la ventana, y a través del cristal sus ojos siguen
el curso de esas nubes tan blancas que van cruzando lentamente
el cielo azul de la mañana. Y luego observa
cómo se duerme el sol sobre la paz de los tejados,
mientras todo está bien y el tiempo apenas pasa.

Hay mucha luz en el estudio, y se diría que las cosas
que ha ido el amor reuniendo en esta habitación
están aquí en su sitio, como acompañando
gustosamente con su silencio inanimado al hombre
que ahora abandona la ventana y se acerca despacio
a ese lienzo aún vacío, a los pinceles
que aguardan el instante de dejarse llevar con mansedumbre
por una mano limpia y conocida.

Se ve sobre una mesa una copa con agua,
y en ella unos jazmines.
                                               Él los mira, y querría
entender el secreto de estas pequeñas flores, el misterio
de su leve perfume, de su blancura delicada,
para poder más tarde dejar temblando sobre el lienzo
la cerrada belleza que lo conmueve y permanece
ajena a su emoción, a su deseo,
inconquistada y sola, desvalida.

Pero siente que el momento de hacer suya esta hermosura,
de confundirse con su ser, aún no ha llegado,
y se retira con humildad, se aparta
de ese lugar radiante.
                                           Y vaga por el cuarto,
decidido a esperar a que madure el tiempo
en que la viva realidad que ansía,
dulcemente, sin lucha, se le entregue.

Se sienta en una silla. Abre un libro. Regresa
a los versos sabidos de algún poeta amado.
Después, durante un rato, lo acompaña la música,
y perdido en la mágica intimidad de una sonata
piensa quizás, involuntariamente,
en ciertas cosas de su vida, en las cosas que el tiempo
le dio y le fue quitando: la ciudad delicada
y polvorienta, dormida bajo el sol,
en la que vio la luz; los no olvidados huertos
de su niñez; aquellos quietos días
en que todo era ingenuo y permanente
y estaba anclado en un rincón del paraíso

Más se acabó el encanto. El tiempo se echó a andar y de pronto las cosas
descubrieron la muerte.
                                               Y aquel adolescente
se sintió herido, vio que en su pecho había
una extraña inquietud, un anhelo muy vivo
de fijar de algún modo –en un papel, acaso sobre un lienzo-
los efímeros dones del mundo.
                                                            Y desde entonces
se entregó con pasión a su quimera, quiso arder para siempre
en la llama intensísima de ese amor exclusivo.

La soledad le ha dado compañía, y lo ha ayudado
a defender su fe, a no dejar jamás que se apagara
la sagrada ilusión. Ella lo ha conducido
-fiel a sí mismo siempre, intacto y puro-,
a través de la vida y de los años, hasta esa silla en la que hoy
recuerda o tal vez sueña mientras suena la música.

Todo se acalla al cabo. Y el profundo silencio
vuelve en sí al soñador.
                                               Contempla de nuevo los jazmines,
la transparencia de la copa y los alegres juegos de la luz
en el cristal que brilla.

                                           Y, de repente, oye
como un rumor de misteriosas aguas, y se siente invadido
por la presencia súbita de un poder que lo impulsa
a coger el pincel y aproximarse al lienzo.

Y casi sin esfuerzo, casi a pesar de él mismo,
su mano va sacando lentamente de la oquedad del cuadro
la verdad trascendida del cristal y las flores,
que aquí, sobre la tela,
salvados ya del tiempo y del olvido,
ofrecen su inocencia temblorosa y son al fin
imagen viva del amor, cifra del universo.




 (del poemario "Páginas de un diario, 1977-1980")