LA POESIA Y LA PINTURA, 1626. Francesco Furini. Galería Palatina, Florencia. "La armonía es más fuerte que la luz"

Descripción de cuadros para Guillermo

PASAJERO EN MUSEO (de Pedro Salinas)



What leaf-fringed legend haunts about thy shape
Of deities or mortals, or of both
In Tempe or the dales of Ardady?

John Keats

Non non!... Debout! Dans 1'ére succesive!
Brisez, mon corps, cette forme pensive
.

Paul Valery.

No me miréis ya más,
criaturas salvadas,
a mí, pobre de mi.

Vosotros, sabios barbas blancas,
vidas puras sentadas en sillones,
lentos destiladores
de lección en lección, por las vigilias,
de la última verdad,
la sin voz, la que a nadie podréis dar,
la prisionera triste,
que en la humedad os tiembla de los ojos.
Vosotras, quizá diosas, o mujeres,
ya en perpetua paz con vuestra carne,
felices habitantes del desnudo,
cada cual satisfecha confinada
en la isla prodigiosa que le traza
el tendido contorno de su cuerpo;
los pechos, ahora estrellas, por distantes,
inaccesiblemente luminosos,
casta luz administran, desde lejos.
Vosotros, cristalinos
párvulos, libertados
del enemigo que os crece dentro
mientras jugáis, jugando, día a día:
el adulto adversario de los juegos;
a salvo os estáis de la corriente,
aparte en el remanso del juguete
tan claro
que a la felicidad se le ve el fondo.
Con esos ojos de ultravida, vivos,
a mí, a mí me miráis, desvanecido
mortal, que vine a veros,
tan cegado de historias y catálogos
que os daba por muertos.
Medio oculta en tu fausto, tú, princesa,
Isabel, Juana, Clara Eugenia, y más:
la suficiente anònima, por bella,
que domina, sin nombre, a las nombradas;
pompa de terciopelo abullonado,
el cuello, lirio, la sonrisa, apenas,
y al fondo los imperios de las nubes.
Tú, mozo egipcio, con mirar de brasa,
tan joven consumido en pura llama
que no sabrás jamás de tu ceniza.
Tú, en pie, dama holandesa, alma en los ojos
-que no se ven-leyendo
una carta, esa hoja amarillenta
suelta de un indeciso continente,
detrás, en la pared, mapa de octubre;
absorta toda, menos una mano;
las puntas de sus dedos acarician
pensando que son teclas de algún clave,
ovalados recuerdos de los mares
que no se apartan nunca de tu cuello.
Tú, mártir ofrecido a los ultrajes,
colmándote de heridas y de escarnios,
hermana tu paciencia de la rama
tiernamente doblada
bajo el peso de pájaros y pájaros.

Allí detrás estáis, amurallados
en resplandor estático, frontera
de la paz y la lucha, duros brillos
que os guardan, rectángulos dorados.
Dentro, vosotros, quietos. Y yo, fuera,
del otro lado errante
y condenado a serlo, y a mis pasos
y a innumerables ruedas, y hasta alas;
que echando voy mi vida sucesiva
de quehacer en quehacer, de gesto en gesto
sobre el espacio blanco de los días
pobre imagen de cine
huyendo de haz en haz, sin encontrarse.
(Yo, que sueño en las rocas de la cima
que definen la sierra, y en su oficio
de aleccionar sin falla al peregrino
a fuerza de estar quietas, de ser fieles
a su inmovilidad sobre los cielos.)
Y aquí estoy, frente a otras: criaturas
a tiempo, para siempre, detenidas
en sólo una actitud, la que eterniza.
Estoy frente al doncel
que besa a la que besa. (Y no a las otras.)
Frente al noble que escoge,
elección es la mano sobre el pecho.
(Desdeñado el estoque,
el rosario sin dedos.)
Frente al cuerpo de ninfa, encaprichada
en no envolver sus gracias más que en ellas,
negándose a las telas.
(Las telas, enrolladas, tristemente,
tafetán, raso, brocatel de seda,
ellas, las que podían haber sido
ajustadas estofas de su gloria.)
La honda conformidad con que aceptasteis
cifrar la vida toda en un momento,
a una mirada reducir los ojos,
con los labios servir a sólo un beso,
os ganó esa morada en que os miro:
la gran vida absoluta.
La dicha está segura, ahí, a ese lado;
la vida que se para es lo inmortal,
la que acepta su marco.
Se os ve en vuestro ahora, el elegido,
como al agua, más clara, más perfecta,
en la mínima esfera de la gota
que no en infinitudes de océano.
Parada permanente en un instante
que a sí mismo se basta y se corona.
Ya no hay peligro, inmóviles, libertos
del movimiento, origen de ¡quién sabe!
(El movimiento riesgo, mil cuchillas,
mil víctimas presuntas, las hormigas
al andar, y mi aliento y las estrellas
que empaño, si respiro, fatalmente.
Y tantos automóviles sin ángeles
sacerdotes del ídolo: atropello.)
Ya tenéis abolido lo siguiente,
lo inmediato, el terror de lo que viene
-lo que se quiere y luego no se quiere-
y se le oyen los pasos
que avanzan por los largos corredores
laberínticos, que hay en los relojes.
Vuestra vida es de cima, calma augusta.
Nunca pasará nada en ese cuadro,
irá, vendrá, la luz por nuestros cielos,
y en ese azul no hay soles que se pongan.
Áureos arrecifes, en los marcos
se estrella sin cesar lo relativo
y ni su blanca espuma os alcanza.

Y yo, pobre de mí,
que traje mis miradas, tan cansinas
de trashumancias, mi rebaño triste
a apacentarse en esos tiernos verdes
de los paisajes y de las miradas,
me veo a mí, me lloro. Porque nunca
estaré con vosotros.
Siento la orden constante por mis venas:
transcurrir, sin parada,
de ansia a minuto, de minuto a ansia,
escapar de mí mismo, por buscarme,
huirme de entre mis manos, como un agua
que cojo en ellas y que gota a gota
me las deja vacías.
Por vosotros no lloro, que estáis muertos;
lloro por mi morir, que va corriendo
aquí en mi pulso sin poder pararlo,
porque la vida, dicen, dicen, dicen,
es eso, es un correr, sin paradero.
De mi invencible resistencia sufro
a entender la verdad del coro vuestro,
cántico en amarillos, verdes, blancos,
cántico que me grita por la vista
en este gran silencio de museo.
Sí, vuestra salvación fue la renuncia
a lo que hay a este lado de los marcos;
vivir, seguir, querer seguir viviendo,
abrir los ojos otra vez, cerrarlos
otra vez, con la fe del día nuevo.
Perdido estoy, mi sangre
quiere que siga siendo,
escoge, contra mí, contra vosotros,
la gran mortalidad: el movimiento.

Agudo son en vez de ángel flamígero
-el timbre de las cinco-
de tanto edén al vacilante arroja.
Traspaso el gran umbral y me resigno,
a un escalón tras otro, a más descenso;
bajando voy, cayendo. Y salgo al mundo
por la Quinta Avenida y el primer
sábado del otoño. Mano oculta
en guante, hoja de octubre, hasta mí llega
y me toca la frente: sacramento,
confirmación, la vida me confirma
por hijo suyo, inevitable muerto.
De pronto una hermosura de este mundo
me hiere como un rayo: es el aviso
de mi mortalidad-bocina, ruedas-
burlador, que me roza, ligerísimo.
¡Cuánta aventura, atravesar la calle!
Aparto de mi lado al distraído
-eterno compañero-
y ojo avizor prolongo, paso a paso,
calle abajo sin rumbo, vigilado
por veinte Argos de cuarenta pisos,
esta vida fugaz, que se negó
a quedarse parada entre las barras
que son del paraíso áureo precio.

También hay decisión, allá en lo alto:
nubes acuden, porque acaba el día,
nubes doradas, por los cuatro lados
a ofrecerle su marco a la hermosura
celeste de esta tarde, y que se quede.
Pero ella hermana inmensa
igual que yo declina eternidades.
Su pasar ella, el mío yo, aceptamos:
su noche, que ya viene, y mi mañana.